José Luis Zubizarreta-El Correo
Nunca, quizá, como en esta ocasión había suscitado la constitución del Congreso, con la elección de su Mesa de Gobierno, una explosión tan intensa de sentimientos y emociones. Como si de una competición deportiva se tratara, la exultante euforia de los vencedores hizo parecer ensordecedor el frustrado silencio de los derrotados. Es posible que el factor sorpresa que acompañó todo el proceso se sumara a la tensa polarización que el hemiciclo arrastraba de la pasada legislatura para convertir en desbordante entusiasmo lo que sólo era solemne formalidad. Y, si de alabar es esta muestra de interés político por parte de los diputados, también es de advertir que en nada ayuda a la creación del ambiente de serenidad que requiere el análisis sosegado de lo que de bueno y malo -pues de todo hubo- sucedió en el acto. Se hablará de ello, sin duda, en el futuro, tarde, por tanto, pero mejor será, al menos, que el paso del tiempo haya atemperado emociones y permita emitir juicios racionales que el calentón del presente impide
Si algo parece, con todo, fuera de duda, aunque en ello no haya permitido reparar tanta excitación emocional, es que los órganos de la Cámara que se han elegido no responden tanto a la naturaleza y a los cometidos de la institución como a la conveniencia del Ejecutivo que previsiblemente surja de la aún incierta investidura. Así lo han dado a entender los propios diputados con sus entusiastas referencias al signo autoproclamadamente progresista que, tras la elección, los caracterizaría. No es, en efecto, la compleja pluralidad de la Cámara la que ha resultado reflejada en dichos órganos, sino el interés del Gobierno que se perfila y, a juzgar por el sesgo de quienes han emitido los votos, del conglomerado de partidos que le servirá de apoyo. En tal sentido, el Congreso dio el jueves un paso más en el camino que viene ya recorriendo desde hace un tiempo hacia un progresivo y, al parecer, inexorable sometimiento del Poder Legislativo al Ejecutivo.
Si así fuera -y así parece-, la inalienable función de control que a la Cámara toca ejercer se verá debilitado; la necesaria deliberación sosegada de los proyectos de ley, acortada y urgida por las prisas de los decretos; los trámites, retenidos o urgidos a conveniencia; las comisiones, aprobadas o denegadas por interés; y la rigidez o flexibilidad con las intervenciones, dispensada de manera arbitraria. Lo que en la pasada legislatura ya se juzgó reprobable por abusivo se habrá hecho normal para esta presente, en la que los procedimientos al límite de lo permisible acabarán siendo, por exigencia de los apoyos que el Gobierno se ha buscado, práctica habitual. La división de poderes en que se sustenta el Estado de Derecho se verá amenazada por las urgencias que impondrá un Ejecutivo-centón hecho de retazos de difícil armonización. Triste y servil destino, pues, el de quienes tan eufóricos se mostraban.
Si a ello se añadiera la tendencia que está haciéndose compulsiva en los partidos, tanto del Gobierno como de la oposición, de colonizar también el tercer poder, mediante presiones y sistemas de nombramiento ajenos al espíritu y la letra de la Constitución, el peligro de verse arrastrados por la corriente iliberal que amenaza a las democracias no sería algo que, entre nosotros, no tendría por qué suscitar preocupación. Porque, cuanto menos y más débiles sean los poderes, mayor y más fuerte será el Poder.