FERNANDO VALLESPÍN-EL PAÍS
- A la sempiterna crisis de la socialdemocracia se une ahora el desconcierto discursivo del bando conservador, cada vez más propenso a caer en veleidades populistas
Se supone que con estos mimbres hemos de enfrentar a la que quizá sea la mayor crisis —en todas sus dimensiones— desde la II Guerra Mundial. Si el objetivo es salir de ella con una nueva Europa y un Occidente fortalecido, los augurios no pueden ser muy favorables. Ya sabemos también cuál es la situación al otro lado del Atlántico, con una fractura política radical que escinde al país en dos partes irreconciliables. Por no hablar de las peculiaridades del bloque de Visegrado y los bálticos. Y, ojo, el problema no solo es de ausencia de liderazgo, también de ideologías políticas vertebradoras. A la sempiterna crisis de la socialdemocracia se une ahora el desconcierto discursivo del bando conservador, cada vez más propenso a caer en veleidades populistas. Huérfanos de liderazgos y visiones (por cierto, algo que siempre suele ir unido). Así estamos.
Con todo, si se observan las imágenes del Congreso del Partido Comunista chino y su entronización de Xi Jinping, con esa estética geométrica tan norcoreana de sumisión al líder, o si pensamos en la estructura de poder de Rusia, la cosa cambia. Podremos estar fracturados, dubitativos, renqueantes o lo que ustedes quieran, aun así esto no deja de ser el producto de nuestro bendito pluralismo y del ejercicio de la libertad. Será más o menos conveniente para la gobernabilidad o la eficiencia económica, pero lo que importa a la postre es que nuestras democracias sean resilientes. Ahí, en sus principios, es donde está el cemento que nos une. Si eso se disuelve es cuando tendremos el problema de verdad.