Antonio Rivera-El Correo
- Feijóo: ‘Vótame por mayoría absoluta y te evitarás el problema de qué hacer con Vox’. Sánchez se pierde en la amenaza ultra y sabe que por ahí no va la cosa
Se hizo largo. Excepto la referencia a aquella foto de un joven Feijóo en la embarcación de un capo del narcotráfico gallego, fueron saliendo todos los fantasmas recientes y lejanos. Cuando uno recordó el 11-M, ante la estupefacción del televidente, el otro citó a Miguel Ángel Blanco. Luego, claro, fueron cayendo por su propio peso el voto de ‘Txapote’, el pacto catalán del Tinell, los viajes del Falcon presidencial y hasta la excursión de Aznar a las Azores para meternos en aquella guerra de Irak.
El único objeto del debate era generar sombras, recordar las malas compañías de cada cual. Cada vez que uno citaba el ‘sanchismo’, la respuesta era que PP y Vox son lo mismo y van de la mano. El uno se empeñaba en desgranar las maldades y pérfidas intenciones de su inevitable socio de la extrema derecha, y al otro le bastaba con pronunciar los nombres malditos -Otegi, Junqueras-, sin necesidad casi de explicitar lo que suponen. La campaña machacona de la derecha llevaba ahí las de ganar y el presidente no se atrevió a explicarnos como a adultos en qué consiste la política de los mayores. Ni en ese delicado tema ni en ningún otro.
De manera que para argumentar en política de vivienda bastaba con señalar que la ley vigente la habían votado los herederos de ETA y en materia de derechos de la mujer bastaba con blandir la del ‘solo sí es sí’ y sus letales efectos. En ello se fue la noche. Sánchez se desgañitaba diciendo «no es verdad» ante los datos económicos esgrimidos por Feijóo, que amenazó incluso con sacar cartelitos ilustrativos. Que la economía es materia opinable se sabía; que lo fuera hasta ese punto, no tanto. A partir de ahí, desde el principio, el combate se enguarró. El presidente se agarró a los brazos del contrario sin dejarle hablar sin que sonara su voz de fondo. Feijóo, cuando se liberaba de la presión, se limitaba a soltar un pellizco de monja en lugar de un directo a la mandíbula. No hubo más. Se trataba de llegar al final y resolver a los puntos, con los jueces de cada medio de comunicación y la complicidad indulgente de los propios partidarios.
De manera que no hubo una sola propuesta, ni una; miento, Feijóo dijo algo de los enfermos de ELA, pero no lo entendí. Solo quedaron claras las impresiones, que ya teníamos antes de encender el electrodoméstico televisivo. La tesis de Sánchez es que su opositor va a desmontar el sistema de protección y derechos que ha costado tanto levantar en estos años complicados; habla para ello de un túnel del tiempo tenebroso, una especie de dóberman para la ocasión: no es alternancia, sino puesta en riesgo de lo que tenemos. La de Feijóo es que el socialismo -y más si es sanchista- siempre es el mismo en sus errores, inevitablemente: gastador, irresponsable, mal gestor, poco serio, mentiroso y no fiable. A partir de una imagen negativa ya posada, formula la idea de cambio como si fuera natural a su idiosincrasia conservadora.
De este modo, en el lenguaje gestual se apreció el intercambio de papeles. El presidente, en lugar de mostrar suficiencia, se perdió en una afectación indignada y en esas miradas prepotentes tan suyas; solo en política internacional, y a pesar del misterio de la cuestión del Sáhara, dejó claro quién era. El aspirante se demostró siempre esquivo, casi escapista; nada concreto para no dificultar el camino que ve inevitable, no tanto por su mérito como por la deriva en que podría haber entrado el oponente. Esta ley de la Física la conocemos del relevo de Zapatero por Rajoy.
De modo que solo en la tanda de políticas de pactos se aterrizó un poco en la realidad, aunque esta es más que conocida. Feijóo pretende una elección presidencial en un país con sistema parlamentario. No lo dice así, pero se proyecta como la derecha antifascista: vótame a mí por mayoría absoluta y te evitarás el debate de qué hacer con Vox. Sánchez, en lugar de exhibir músculo con una gestión que ha sido capaz de sobrevivir a una pandemia inédita y a una guerra en Europa, y hacerlo de manera distinta a como lo ha hecho siempre la derecha, se perdió otra vez en la amenaza de la extrema derecha. Tiene muestras suficientes para saber que por ahí no va la cosa.
El debate, entonces, resultó nuevamente fallido. Largo y tedioso, repetitivo. Los dos periodistas eran convidados de piedra, puestos allí para recordar el tiempo que llevaba consumido cada contendiente, como si eso fuera lo importante. A sus pocas y acartonadas preguntas respondieron los interpelados como quisieron; es decir, que no lo hicieron. El formato multitudinario tampoco lo mejora: más griterío y oportunidad para los ocurrentes, poco más. Hay que ir a otra disposición, de los que preguntan y de los que son preguntados. La democracia deliberativa no tuvo el lunes su noche. Espectáculo para muy cafeteros que solo aspiró a reiterarnos lo que ya sabemos: el carácter de lo que tenemos y el de lo que se nos viene encima.