ALBERTO LÓPEZ BASAGUREN / Catedrático de Derecho Constitucional, EL CORREO – 29/03/15
· En las sociedades plurilingües asentadas sobre sólidos principios democráticos, los poderes públicos no son titulares de la libertad de lengua.
La política lingüística ha sido, en ocasiones, objeto de confrontación en Euskadi. No somos pocos los que discrepamos de algunas –o de muchas– de las cosas que se han hecho. Pero ha habido un consenso muy amplio sobre los elementos básicos de la política lingüística, que se reflejó en la aprobación de la ley del euskera (1982) y en el debate Euskera 21.
Ese consenso ha permitido una considerable paz lingüística en Euskadi. Su valor es esencial, aunque, en ocasiones, esté basada en lo que, siendo benévolos, podemos calificar de medias verdades; o de medias mentiras. La paz lingüística es un elemento indispensable de la convivencia política y social, como han demostrado Suiza –en positivo– y Bélgica –en negativo–. Y tiene un valor especial, porque teniéndolo mucho más difícil que otras comunidades autónomas, logramos triunfar en lo que ellas han fracasado.
Pero la paz lingüística es un producto delicado. Lograrla exige mesura, flexibilidad, perspicacia y voluntad de integración; romperla solo requiere un poco de torpeza. El precio de la ruptura es enorme y sus efectos irreversibles: la paz lingüística es uno de los jarrones de porcelana china de nuestra convivencia política y social.
El Gobierno vasco está protagonizando intervenciones alarmantes porque afectan a los fundamentos de aquel consenso. El asunto que más atención ha recibido es la impugnación por el delegado del Gobierno de actas municipales por estar redactadas exclusivamente en euskera. Esta actuación ha sido tradicionalmente impulsada por Herri Batasuna –ahora, EH Bildu–; sorprendentemente, ahora también es respaldada por el Gobierno vasco –PNV–, que defiende su legalidad y su idoneidad. En mi opinión, se equivocan en lo primero –la legalidad– y cometen un grave error en lo segundo –la idoneidad–.
Sostienen que se trata de una cuestión de validez de los textos redactados en una lengua oficial. Así sería si se tratase, simplemente, de la comunicación entre los ayuntamientos y la Delegación del Gobierno. Ningún poder público radicado en el País Vasco puede alegar desconocimiento de cualquiera de las lenguas oficiales.
Con esta posición, sin embargo, el Gobierno vasco esconde lo que de verdad importa en esta cuestión: la relación entre cada ayuntamiento y sus ciudadanos. Aunque algunos pretenden ignorarlo, en los sistemas con distintas lenguas oficiales el derecho de los ciudadanos al uso de la lengua oficial de su elección tiene una vertiente activa y otra pasiva. La primera le permite dirigirse a los poderes públicos en la lengua oficial de su elección; la segunda obliga a los poderes públicos a usar simultáneamente las distintas lenguas oficiales del territorio, salvo expresa indicación en contrario. Eso es lo que establece la ley del euskera (art. 8): las disposiciones normativas, las resoluciones oficiales y todo acto en el que intervengan los poderes públicos radicados en el territorio de la comunidad autónoma, así como las notificaciones y comunicaciones administrativas, deben redactarse en las dos lenguas oficiales, salvo que «los interesados privados» elijan expresamente el uso de una de ellas. Una obligacion que protege, por encima de todo, a la lengua socialmente más débil, el euskera.
Curiosamente, el Gobierno vasco trata de justificar el incumplimiento de la ley (vasca) del euskera –sobre la obligacion de los poderes públicos frente a los ciudadanos– esgrimiendo la ley (española) de procedimiento administrativo –sobre la validez de los documentos redactados en cualquiera de las lenguas oficiales–; como decían nuestros mayores: «¿De dónde vienes? Manzanas traigo».
Se trata de una obligación legal que no es gratuita ni caprichosa. Las sociedades plurilingües asentadas sobre sólidos principios democráticos –como la pacífica y apacible Suiza, Canadá o cualquier otra– consideran que, de lo contrario, se impondría al ciudadano una carga –obligarle a realizar un acto expreso– que carece de justificación –los poderes públicos no son titulares de la libertad de lengua– que podría disuadirle de ejercer su libertad de lengua por considerar que le coloca en una situación perjudicial o gravosa, o por simple pasividad. El Gobierno vasco, por el contrario, no parece ver problema alguno en que ciudadanos castellano-hablantes tengan que asumir esa carga, no en apacibles pueblos a la suiza, sino en municipios en los que la conocida como izquierda abertzale controla, de una u otra forma, la vida social.
Quienes defienden la idoneidad de la actuación municipal deben aclarar si en el modelo de sociedad y de convivencia lingüística que propugnan las instituciones pueden optar por usar una sola de las lenguas oficiales cuando, por ejemplo, la mitad de la población la desconoce –es el caso de Bergara, uno de los municipios implicados–. ¿O solo cuando la lengua elegida sea el euskera?
En la ley del euskera se preveía (art. 8.3) que, en el ámbito de la Administración local, podría hacerse uso exclusivo del euskera «cuando en razón de la determinación sociolingüística del municipio, no se perjudiquen los derechos de los ciudadanos». Esa disposicion fue declarada inconstitucional por el Tribunal Constitucional (1986), lo que parece ser irrelevante para el Gobierno vasco. A la vista de lo que ahora defiende éste, habrá que agradecer al TC que lo hiciera, porque se ha puesto de manifiesto que quienes, en aras del consenso, aceptaron esa vía de flexibilidad, cuando estuviese plenamente justificada, pecaron de ingenuidad. El Gobierno vasco tiene que aclarar si quiere mantener los fundamentos de aquel consenso o si los quiere modificar, de la mano –como en el asunto de las actas municipales– de quienes rechazaron el camino que nos ha permitido llegar hasta aquí. Pero debe hacerlo con claridad, para que la sociedad sepa qué pretende.
ALBERTO LÓPEZ BASAGUREN / Catedrático de Derecho Constitucional, EL CORREO – 29/03/15