Instituido hace dos años, durante aquel espejismo constitucionalista, ahora en liquidación, que de forma paradójica dinamitó el propio Tribunal Constitucional con la sentencia de Bildu, el Día de la Memoria partió de la necesidad cívica de recordar a quienes dieron su vida por una democracia que, muy desprendida y apresurada, se empeñaba entonces en pasar página sobre el terror totalitario de ETA.
Había que rendir homenaje oficial a las víctimas y para hacerlo se eligió el único día del año, el 10 de noviembre, en el que nunca hubo atentados. En una sociedad normalizada, el Día de la Memoria no pasaría de ser una de tantas fiestas que con periodicidad anual institucionalizan y fuerzan la reflexión sobre cualquier drama semiolvidado por una opinión pública que tiende a mirar y tirar para adelante. Eso era hace ahora dos años. Ayer Bildu, con ramos de flores de veneno, insistió en la equiparación de víctimas, heridas y sufrimientos, dándole sentido trágico y vigor a una celebración que corría el riesgo de alcanforarse, plegada y almidonada de un año a otro en el baúl de la amnesia. El Día de la Memoria se hizo para las víctimas, pero hoy sirve para recordar de dónde vienen quienes defienden a sus verdugos. La memoria, en este caso, es un simple ejercicio de reconocimiento.
Jesús Lillo, ABC 11/11/12