Del Blog de Santiago Santiago González
No era fácil el discurso que ayer tenía que dirigir a los españoles el Jefe del Estado. Un discurso que había de ser a un tiempo consolador y orientador en un tiempo incierto en el que se conjugan los problemas que plantea una nueva era, una crisis económica que ha aumentado los niveles de desigualdad entre los españoles, los efectos de la revolución tecnológica en nuestra cohesión social, “el deterioro de la confianza de muchos ciudadanos en las instituciones y desde luego Cataluña, son otras serias preocupaciones que tenemos en España”.
Esta apreciación es en sí misma una cabal revelación del papel del Rey, aunque no la única. Su caracterización del momento político postelectoral como parte del “procedimiento constitucional previsto para que el Congreso de los Diputados otorgue o deniegue su confianza al candidato propuesto para la Presidencia del Gobierno” es de una precisión que remacha a continuación: “Así pues, corresponde al Congreso, de acuerdo con nuestra Constitución, tomar la decisión que considere más conveniente para el interés general de todos los españoles”.
Ya hay en estas apreciaciones alguna diferencia básica con el tipo que se postula para recibir la confianza del Congreso: el Rey de todos los españoles ejerce como depositario de la soberanía que la Constitución hace descansar sobre ellos. El deterioro de la confianza ciudadana en las instituciones y Cataluña como dos de las serias preocupaciones que tenemos en España, mientras el candidato autopropuesto para la Presidencia del Gobierno mira a Cataluña, no como una preocupación, sino como su máxima esperanza. Ha convertido el deterioro institucional en su garantía para la permanencia en el poder.
No tenía fácil su discurso Felipe VI, de ahí que alertara contra la tentación de caer en alguno de los dos extremos: la autocomplacencia que oculte nuestros errores y carencias, ni en una autocrítica destructiva que reniegue del gran patrimonio acumulado en lo cívico, en lo social y en lo político. En esa dificultad está precisamente el problema de que el mensaje real pueda satisfacer a las dos Españas que ya se muestran enfrentadas. Su discurso no podía dar contento al mismo tiempo a la España constitucional y a la Cataluña golpista, sin que ello supusiera dejación alguna del poder moderador y arbitral que la Carta Magna atribuye a la Corona. De ahí que a lo largo de los quince minutos de su alocución reiterase anoche los valores que millones de españoles hemos compartido y que fundamentan nuestra convivencia, nuestros proyectos comunes y entre los que puso en primer lugar la voluntad de concordia y de respeto entre personas de ideologías diferentes.
Concordia y respeto no son términos que integren el vocabulario político del candidato Sánchez ni de los socios en los que trata de auparse para seguir siendo presidente del Gobierno. En primer lugar, su socio preferente, el populismo podemita, uno de cuyos fundadores, Juan Carlos Monedero, decía en el pórtico de las pasadas elecciones que “Felipe VI tiene los días contados” y las dos mujeres fuertes del que Pedro Sánchez anuncia como su futuro vicepresidente, tuiteaban mensajes evidentemente inspirados por el macho alfalfa que reinó sucesivamente en el corazón de ambas: “Felipe, no serás rey, porque vienen nuestros recortes y serán con guillotina”.
El discurso del Rey merece guardarse junto al que nos dirigió el 3 de octubre de 2017 como un testimonio vivo de su defensa de los valores que nos son comunes y que soportan nuestra convivencia. Y es, al mismo tiempo, la viga maestra que sostiene el edificio de nuestras libertades. No lo comparten los sediciosos catalanes ni los nacionalistas vascos, a los que Pedro Sánchez ha tomado por columna vertebral de sus ambiciones.