Javier Zarzalejos-ElCorreo

Por dos veces en seis años, el rey emérito -que lo sigue siendo- ha adoptado decisiones cruciales que ha justificado por la necesidad de asegurar la estabilidad de la Monarquía. La primera fue su propia abdicación, en junio de 2014. Dar paso al reinado de su hijo Felipe era, para Don Juan Carlos, la mejor manera de garantizar la continuidad de la institución. Ahora, al decidir trasladarse a vivir fuera de España, el rey emérito evoca ante su hijo «mi absoluta disponibilidad para contribuir a facilitar el ejercicio de tus funciones, desde la tranquilidad y el sosiego que requiere tu alta responsabilidad».

La salida de Don Juan Carlos no es un exilio ni una condena. Hablar de exilio de un monarca es utilizar palabras gruesas cargadas de significado incivil que precisamente los españoles no deberíamos utilizar con tanta despreocupación. En el exilio ha vivido su cuñado el rey Constantino de Grecia y exiliados se encuentran los miembros de la casa de Saboya, constitucionalmente proscritos en Italia. España, por el contrario, sigue siendo una Monarquía parlamentaria y tanta insistencia en un exilio que no lo es sólo refuerza el marco mental de ese republicanismo primario y revanchista que ya no oculta su pretensión de arrastrar a España a un cambio de régimen. Don Juan Carlos tampoco se encuentra bajo ninguna investigación judicial, al menos todavía. Y aunque se encontrara, precisamente por aquello de que además de Rey emérito es «ciudadano Borbón», le asisten todos los derechos y todas las garantías que a cualquier otro ciudadano.

Lo paradójico es que, sin ser un exilio, la salida de España del rey emérito lo parece. Y sin estar afectado por una condena, ni siquiera por una investigación judicial, parece que su responsabilidad en el terreno jurídico ya ha sido acreditada y la sentencia dictada. Este primer efecto pone en cuestión el acierto de la ‘operación salida’ de D. Juan Carlos en los términos en que se ha producido y la idoneidad de esta medida para actuar como ese cortafuegos que evite la extensión del incendio al reinado de su hijo. Lo fundamental para los ciudadanos en estas circunstancias es que el rey emérito asuma sus eventuales responsabilidades de orden tributario, civil o penal y esa disposición -no podía ser de otra manera- esta fuera de toda duda, como dejaba claro el comunicado hecho público por su abogado. Lo que la normalidad en el funcionamiento del Estado de derecho exige es precisamente que nadie quede a resguardo de las responsabilidades que haya podido contraer. Por el contrario, la salida de España de quien ha sido su Rey durante 39 años va en contra de esa normalidad y reproduce con escaso rendimiento para la institución un ritual humillante, simbólico y un tanto tribal de ostracismo y pretendida expiación que tal vez pueda verse como un respiro en un momento de turbulencia, pero que contiene el germen de efectos mucho menos deseables a medio y largo plazo. Si lo fundamental es que Don Juan Carlos responda de lo que tenga que responder, si lo que permitirá a la institución recuperarse plenamente es que esas posibles responsabilidades se depuren y aclaren, ¿qué añade que el rey emérito anuncie su salida de España con tono abdicatorio y lenguaje de exilio?

El frente antimonárquico lo integran ahora los enemigos de la Transición y del pacto constitucional. Entre ellos, lamentablemente, se encuentran algunas corrientes nada menores del socialismo que lleva años renegando más o menos abiertamente del papel que jugó el PSOE en la recuperación de la democracia y, por tanto, en la restauración monárquica. Esos enemigos de la Transición, de lo que despectivamente llaman el «régimen del 78», no quieren gestos de la Monarquía -que desprecian abiertamente- sino que buscan destruir el relato fundacional de la democracia española, basado en la superación de la confrontación civil y en la construcción de instituciones. Para ese propósito la imagen de quien fue artífice principal de ese proceso, siendo forzado al exilio por su falta de probidad es la mejor escenografía que podían imaginar para seguir difundiendo su guión.

El abandono de Don Juan Carlos no amortiza nada. Más bien, contiene los ingredientes de atractivo mediático y de polémica política que aseguran el martilleo sobre la institución ahora con nuevos alicientes. La fuerza de la Monarquía está en unir su nombre a la ley, no al exilio; en superar la absorción de la institución por quien la represente en cada momento ya sea el ‘juancarlismo’ antes o el ‘felipismo’ ahora; en seguir cultivando el activo innegable de una institución que, es buen momento para recordarlo, abrió España para que nunca hubiera más exiliados.