Ignacio Varela-El confidencial
En lo tocante al problema de Cataluña, hemos transitado de la crisis de convivencia al conflicto político y de ahí al reencuentro al compás de las sucesivas trasmutaciones de Sánchez
La teoría del derecho habla de los llamados ‘conceptos jurídicos indeterminados’, que serían aquellos que figuran en una norma pero solo pueden explicarse de manera abstracta o genérica, porque eluden precisar el supuesto de hecho sobre el que presuntamente se basan.
El actual presidente del Gobierno y su aparato de propaganda son auténticos virtuosos en el manejo de los conceptos políticos indeterminados que describen cualquier cosa o la contraria, a conveniencia del emisor. Y con su obsesión por imponer marcos retóricos de semántica abstrusa que sirvan lo mismo para un roto que para un descosido, cuando descubren uno de esos conceptos mágicos multiuso se aferran desesperadamente a él y lo repiten con contumacia digna de mejor causa.
Nunca falla: cuando Pedro Sánchez repite una palabra más de 10 veces en una pieza discursiva, estamos ante un producto de laboratorio de comunicación —más conocido en la vieja política como consignazo—. Durante meses, el candidato electoral Sánchez repitió como papagayo el concepto ‘crisis de convivencia’ para referirse a la cuestión de Cataluña. Daba igual cuál fuera la pregunta, la respuesta conducía una y otra vez a la crisis de convivencia, sin que jamás llegaran a definirse los protagonistas y los términos precisos de la famosa crisis. Era un concepto tan profuso en el uso como difuso en la descripción.
Cuando Sánchez pasó a ser aspirante a la investidura, Podemos compañero de viaje y ERC codiciado objeto de deseo, la ‘crisis de convivencia’ desapareció fulminantemente de la nomenclatura oficialista para ser sustituida por otro concepto mucho más del gusto del interlocutor independentista: el ‘conflicto político’, manteniéndose, eso sí, los mismos rasgos de profusión en el uso y confusión en el contenido.
Ayer, Sánchez aprovechó su viaje a Barcelona para estrenar el nuevo mantra redondista para lo de Cataluña. Además de la altilocuente introducción: “Hoy es el día en que comienza el Diálogo para el Reencuentro [en mayúsculas en el texto oficial]”, el término apareció hasta 12 veces en el barroco discurso presidencial manufacturado para la ocasión. Prepárense para hartarse de Reencuentro durante las próximas semanas, pero abandonen toda esperanza de que alguien explique lo que hay dentro del vocablo.
Así que, en lo tocante al problema de Cataluña, hemos transitado de la crisis de convivencia al conflicto político y de ahí al reencuentro al compás de las sucesivas trasmutaciones de Pedro Sánchez. Solo falta saber, entre tanto concepto político indeterminado, en qué consiste el problema de fondo para el presidente del Gobierno. Ni siquiera cabe el consuelo de pensar que lo sepa él.
Ambas partes se esforzaron en rodear el evento de solemnidad pretenciosa. La ritualidad resultó inequívoca: cualquier espectador que contemplara las imágenes sin conocer a los protagonistas lo identificaría sin vacilar con un encuentro oficial entre dos jefes de Estado. El recibimiento a la puerta del palacio, la revista a las tropas con uniforme de gala, el posado oficial de ambos mandatarios —cada uno de ellos delante de su bandera propia—, el intercambio de obsequios, la engolada bambolla de las comparecencias posteriores… Nada de todo ello es propio de una reunión de trabajo con un presidente autonómico y nada de ese aparatoso tinglado se repetirá ni por asomo en las entrevistas que Sánchez mantendrá con los 16 homólogos de Torra.
Esta vez no hubo comunicado conjunto como en Pedralbes, pero el discurso del presidente del Gobierno, además de la estomagante repetición de lo del reencuentro, rezuma en cada línea el lenguaje diplomático propio de quien acude a una cumbre internacional para negociar un armisticio entre dos potencias en guerra. Extrema precaución para omitir cualquier mención a la sublevación institucional y al cúmulo de ilegalidades de la intentona secesionista de octubre del 17, todo tipo de manifestaciones de recíproca buena voluntad para “superar el conflicto” y de reconocimiento al interlocutor (“de igual a igual”, recuerden, era una de las condiciones de la investidura) y olvido absoluto del hecho de que Cataluña sigue siendo una comunidad autónoma del Estado español. Por supuesto, calculada supresión de referencias a la Constitución y al Estatuto que resultaran incómodas para el anfitrión.
Al parecer, en la jornada de ayer, Sánchez y Torra abrieron una nueva era histórica en las relaciones entre España y Cataluña tras los Decretos de Nueva Planta de Felipe V en 1716. A estas cosas conduce el adanismo político.
Con todo, lo más preocupante del discurso de Sánchez (el de Torra, lógicamente, no importó a nadie) estuvo en tres frases profundamente perturbadoras en este contexto: “La ley no basta”, “yo no he venido a hablar de instituciones” y “este empate perpetuo”.
Si hay un lugar en España en el que se necesita una defensa cerrada de la ley como frontera infranqueable de la política, ese es Cataluña
La primera es conocida porque el PSOE la ha importado recientemente a su recetario, en el marco de su conversión progresiva al ideario populista. Es obvio que la ley no es el único recurso de la acción política en una democracia. Pero es el único imprescindible. No estamos en un debate académico entre catedráticos de Filosofía del Derecho. Ir hoy a Cataluña a relativizar el carácter imperativo del principio de legalidad, en un territorio cuyas autoridades llevan años desafiando ese principio, cuyos gobernantes más recientes son reos o fugitivos tras cometer desde sus cargos gravísimos delitos contra el ordenamiento jurídico y ante un presidente autonómico condenado e inhabilitado por los tribunales, mientras todos ellos sin excepción repiten cada día “lo volveremos a hacer”, es un acto de suprema irresponsabilidad política.
Si hay un lugar en España en el que se necesita una defensa cerrada de la ley como frontera infranqueable de la política, ese es Cataluña. Justo lo contrario de lo que Sánchez viene haciendo desde que adoptó a los independentistas como socios de gobierno.
Cuesta saber lo que Sánchez esté dispuesto a negociar con quien mande en Cataluña: lo único seguro es que no será con Torra
Si el presidente no ha ido a Cataluña a hablar de instituciones, ¿de qué diablos ha ido a hablar? Y prefiero no preguntarme, por temor a encontrar la respuesta, a qué quiso referirse el redactor del discurso de Sánchez al hablar de “empate perpetuo” en el contexto del llamado “conflicto político” entre España y Cataluña.
Nada de todo ello, sin embargo, ni la cursi grandilocuencia ritual del acto y de los discursos, ni los cariños mutuos ni la estudiada desaparición de la foto de los dos vicepresidentes —Calvo y Aragonès—, sirvió para disimular lo absurdo y esperpéntico de este encuentro inútil entre un presidente que inicia una legislatura asociado al más mortal enemigo doméstico de su interlocutor y otro que nunca fue gran cosa pero que hoy, en términos políticos, es literalmente el señor Nadie. Cuesta saber lo que Sánchez esté dispuesto a negociar con quien mande en Cataluña: lo único seguro es que no será con Torra.