JOSÉ MARÍA RUIZ SOROA

Los negacionistas de la pandemia nos devuelven en forma de parodia lo que en la Universidad moderna se asume como verdad que no conviene discutir

El bochornoso espectáculo que han dado unos pocos miles de personas manifestándose en Madrid, con violación de las más obvias medidas sanitarias, para proclamar su opinión de que la epidemia no existe realmente, sino que es solo una creación de los medios, es algo que suscita muchas reflexiones sobre la psique humana. Pero aquí nos vamos a limitar a señalar una curiosa paradoja. La de que, en último término, estas personas no hacían sino reclamar, de una forma desgarrada y esperpéntica sin duda, la vigencia de uno de los principios sacrosantos de la intelectualidad posmoderna, ese que dice que la realidad no es sino una construcción social.

Lo formularon de manera seminal los celebrados sociólogos Berger y Luckmann hace ya años: la realidad, entendiendo por tal los hechos que existen con independencia de nuestra volición, es una construcción social, de manera que no existe una «realidad en sí» que se imponga de manera objetiva al ser humano, sino que cada sociedad construye la suya propia mediante la interacción dialéctica y simbólica entre sus estructuras y miembros, una «realidad» lógicamente adaptada a sus necesidades funcionales más relevantes, y termina por asumirla como si fuera «natural».

Pues bien, lo que los manifestantes madrileños decían es que ellos no están de acuerdo con la construcción social dominante de la pandemia, sino que optan por otra versión distinta; una en la que la enfermedad no existe o es aprovechada por obscuros intereses para fines de dominación. Y si bien esta postura nos puede parecer sencillamente estúpida, habría que reconocer que puede defenderse con la misma razón epistemológica que la dominante. Pues si la realidad es al final una construcción social, malamente puede nadie objetar a cada quisque o a cada grupo su derecho a construirla. Otra cosa será su capacidad para imponerla en la opinión. Los manifestantes no hacen sino devolvernos en forma de parodia lo que hoy en la Universidad moderna se asume como verdad que no conviene discutir.

Concebir la realidad como una construcción social es un principio de la intelectualidad posmoderna

Al final, sucede que estamos ante una crítica valiosa al conocimiento humano que se descarrió no bien se generalizó en demasía y se convirtió en dogma. La llamada de atención de filósofos y sociólogos acerca de la condición de «constructo» de la realidad social tuvo una finalidad y un valor eminentemente emancipadores. Pues lo que ponía de manifiesto es que la realidad aceptada por tradición como forma de ser de la naturaleza misma no era en absoluto tan objetiva y neutral como se la presentaba, sino que había sido construida de acuerdo con y en función de unos determinados intereses prevalecientes, y luego interiorizada en el proceso de socialización por los miembros todos del grupo o sociedad.

Esta observación, unida al profundo estudio de los procesos sociales de edificación de la realidad y de su interiorización, colaboró a descubrir que múltiples prácticas sociales que habíamos llegado a considerar impuestas por naturaleza eran contingentes y debían ser sometidas a la crítica racional. La emancipación colonial, el respeto a la diversidad cultural, el feminismo y tantas otras causas nobles de nuestro siglo han aprovechado, precisamente, del ambiente intelectual creado por el pensamiento del relativismo y el constructivismo social para poder asentar sus críticas.

Ahora bien, el constructivismo perdió su rumbo cuando se convirtió en una teoría general acerca de la verdad y el conocimiento, cuando se empeñó en defender que toda la realidad -y no solo la institucional- era de facturación social. Que no existían hechos en bruto, sino que todos los llamados hechos no eran sino descripciones particulares y socialmente condicionadas del mundo. Que el mismo valor epistémico tenían la explicación indígena del mundo que deriva a los seres humanos del subsuelo y la científica que los trae de la evolución. Que todas las culturas tienen el mismo valor. Que, por poner un ejemplo de actualidad, el dimorfismo sexual humano no es una realidad biológica -los niños tienen pene y las niñas vulva-, sino una convención hoy en día superada por la posibilidad de cada uno de construirse un sexo -o un no/sexo- adaptado a sus emociones. Porque el sexo mismo sería -todo él- una construcción social.

Al constructivismo le pasó lo mismo que al relativismo cultural, que afirma que las creencias y valores humanos están determinados por la cultura a la que se pertenece. Fue en su momento una valiosa llamada de atención contra la facilidad con que la cultura dominante -la occidental- se asumía como universal y única valiosa. Pretendió recoger en conceptos un clima mental de respeto y aprecio por lo diferente. Pero al dogmatizarse como verdad indiscutible se ha convertido en algo muy distinto, en una poderosa razón para encastillarse en lo pretendidamente propio, que tendría valor simplemente por ser lo nuestro. Arrancó de una intuición saludable, pero ha llegado a convertirse en otra que es mostrenca y embrutecedora, dice Antonio Valdecantos.

Por eso, en lugar de indignarnos, o además de indignarnos, nos vendría bien como cultura el mirarnos en el espejo grotescamente deformado de los manifestantes porque nos refleja más de lo que estamos dispuestos a admitir. Si cada grupo tiene derecho a construir la realidad social a su modo y manera, si todas las descripciones de la realidad son igual de válidas porque no son sino descripciones, si nuestra cultura es valiosa sencillamente porque es nuestra, ¿en base a qué criterio objetivo podemos criticar a unos conciudadanos que han decidido no creer en la descripción más común de lo que sucede?