Pedro Sánchez manipula las instituciones para fortificarse contra la corrupción que le cerca y abatir a sus rivales
En el drama teatral Un hombre para la eternidad sobre el conflicto entre Tomás Moro y Enrique VIII, del que era consejero y amigo hasta que el tirano ordenó su decapitación, registra el dilema moral que le traslada su yerno a aquel “hombre de todas las estaciones”. Al apremiar al Lord Canciller a que aplicara todas sus potestades contra un mortal enemigo, Sir Tomás Moro le aclara que su encomienda le impone proteger a este al no constarle que hubiera transgredido providencia alguna. Al obstinarse, el gran jurista le arguye: “Romperías la ley para castigar al Diablo, ¿verdad?”. Con vehemencia, éste se rebrinca: “¿Romperla? Con tal de apresarlo suprimiría, si menester fuera, todos los códigos”. Ante su intempestiva, Moro objeta: “Y cuando hayas talado todo el bosque de las leyes de Inglaterra, si el demonio se vuelve contra ti, ¿dónde te esconderás?”. Sin aguardar respuesta, el Lord Canciller se contesta: “Por mi seguridad, concederé el amparo de la Ley al mismo Satán”.
Es difícil no sentirse atañido por la interpelación de quien fue degollado en el cadalso de la Torre de Londres en esta hora crítica de España en la que un presidente como Pedro Sánchez manipula las instituciones para fortificarse contra la corrupción que le cerca y abatir a sus rivales. A este propósito, echa abajo el Estado de derecho con artimañas gemelas a las leyes de transitoriedad separatista previas al golpe de Estado de 2017, capitaneadas ayer desde la Generalitat y hoy desde La Moncloa. Como observó el jurisconsulto alemán Julius von Kirchmann, bastan “tres palabras del legislador para destruir bibliotecas enteras”.
En este terreno, Sánchez transmutó a los fiscales en amanuenses del Gobierno desembarcando a la ex ministra Dolores Delgado en la Fiscalía General y, al poco, al patrocinado de ésta, Álvaro García Ortiz, hoy camino del banquillo por violación del secreto judicial y vulneración del derecho de defensa, delitos ambos por lo que fue expulsado de la carrera judicial Baltasar Garzón, a la sazón esposo de la primera y padrino del segundo. Como ha hecho a lo largo de este “sexenio negro”, Sánchez ha ido perpetrando lo que negó en aquel mitin sevillano de 2016 donde se burló de cómo la prioridad de su pronto “extraño compañero de cama”, Pablo Iglesias, se cifraba -como él hace hoy sin disimulo- en someter a jueces, fiscales, espías y policías. “¡Qué lo expliquen!”, repetía como un poseso quien hoy se consagra a ello persuadido de que él no tiene por qué temer al diablo al estar éste de su lado. “Se decía (…) -le mentía aquel junio a la radiofonista Pepa Bueno y hoy apologeta desde la dirección de El País– que yo iba a vender mi alma para ser presidente y que iba a aceptar el chantaje de Iglesias, cargándonos la independencia de los jueces y fiscales, que íbamos a hacer descansar la gobernabilidad en las fuerzas independentistas…”.
Al dar la cara por el primer fiscal general del Estado encausado en toda la Historia, lo que busca un narciso que sólo se quiere a sí mismo y sacrifica en su provecho a todo quisque -la lista es interminable como sus abusos- es blandir a García Ortiz como escudo humano primero y, enseguida, emplearlo como “kamikaze” contra el TS
De la misma manera que el zar Pedro I el Grande mandó talar el añoso árbol que le enseñó un barquero anciano para prevenirle de que era anegable el lugar donde pretendía eregir San Petersburgo -uno de los lugares donde también paró la gigantesca rueda de la fortuna de la corrupción sanchista con Begoña Gómez y el empresario Javier Hidalgo con el rescate de Air Europa-, el Ufano de la Moncloa devasta cualquier prueba que testimonie su falta de escrúpulos. Así, luego de ratificar “ipso facto” a García Ortiz como fiscal general del Estado en 2023, tras declararlo “inidóneo” el Consejo General del Poder Judicial y culparlo de “desviación de poder” el Tribunal Supremo (TS) en el fallo que anuló su arbitraria designación de Dolores Delgado como fiscal de Sala de lo Militar, un año después Sánchez le exige a éste que no dimita tras encausarlo la Sala II del más Alto Tribunal.
Si Pedro I el Cruel, como le apodó Felipe González en analogía con el desalmado rey de Castilla, no tuviera su armario político repleto de cadáveres y no se supiera ya cómo muda en minutos la hoja caduca de sus afectos y sus desafectos, cabría interpretar su sustentáculo a García Ortiz como paradigma de que Sánchez no abandona a sus soldados y menos a un fiel doméstico que supedita las obligaciones del ministerio público al interés de quien corona un Éverest de escándalos, ora familiares, ora de partido o de Gobierno. No en vano, figura como “jefe 1” en las escuchas de la Guardia Civil a la organización criminal que usufructuó la emergencia del Covid para saquear al Estado delinquiendo desde oficinas ministeriales y con bula oficial.
Empero, conviene no llamarse a engaño. Al dar la cara por el primer fiscal general del Estado encausado en toda la Historia, lo que busca un narciso que sólo se quiere a sí mismo y sacrifica en su provecho a todo quisque -la lista es interminable como sus abusos- es blandir a García Ortiz como escudo humano primero y, enseguida, emplearlo como “kamikaze” contra el TS ante la eventualidad de que la misma Sala II que ha imputado a su pretor haga lo propio con él. A Sánchez se le aparece ese fantasma por las estancias monclovitas generándole más insomnio que el que presentía con Iglesias antes de su matrimonio de conveniencia con el exlíder de “Pudimos”. Shakespeare retrata esas sombras en la tragedia de Macbeth después de que la codicia empuje a éste a asesinar al rey de Escocia y dar por descontado que “un poco de agua nos lavará de esta acción”, mientras limpia sus manos de la sangre de Alba Duncan I. Parafraseando a Lady Macbeth, al regicida le hubiera valido mejor ser lo que derribó que “morar en casa de dudosa alegría”.
Quebrantar el derecho de defensa
Llegado este punto de abyección, toca preguntarse qué democracia decente tolera que se encause al jefe de su ministerio público, aunque lo ejercite como si ocupara un asiento del Consejo de ministros, y éste preserve la poltrona que deshonra. Ninguna salvo esta Españazuela en la que su primer ministro subsiste en el machito con su mujer y su hermano imputados, amén de una reata de cargos gubernamentales y de partido. Es la anomalía democrática que encarna quien se valió de una falsa sentencia contra Rajoy para “ganar el relato” -como diría su seguro servidor García Ortiz- y conquistar la Presidencia con su Alianza Frankenstein con quienes hoy explotan su debilidad. A partir de su bulo contra Rajoy y su subsiguiente acto de corrupción máxima de comprar La Moncloa a un antiguo jefe de la banda terrorista ETA y a un prófugo de la Justicia, a cambio de indultar solapadamente a terroristas y amnistiar abiertamente el golpismo catalán, un mentiroso compulsivo como Sánchez sostiene a un Fiscal General del Estado imputado, no por desmentir patrañas, como parlotean los loros sanchistas, sino por revelar secretos y quebrantar el derecho de defensa contraviniendo, según el TS, el Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal.
A nada de eso se atuvo García Ortiz cuando le enteraron de que el anónimo ciudadano Alberto González Amador, quien negociaba un acuerdo de conformidad con la Agencia Tributaria, era pareja de la enemiga favorita de Sánchez cuando éste ya había puesto en la picota a toda la familia de la presidenta madrileña: del padre a la madre pasando por el hermano y una prima que debía tener en Albacete. Ítem más. Curiosamente, en las horas previas a divulgarse la imputación de García Ortiz por su cacería “ad hominem” al novio de Ayuso, la Abogacía del Estado, en nombre de la Agencia Tributaria, suscribía un acuerdo de conformidad con el exembajador español en Venezuela con Zapatero, Raúl Morodo, que libra de la cárcel a quien cobró comisiones ilegales de la petrolera estatal PDVSA mediante operaciones simuladas a cambio de asesorías ficticias. Este gran amigo de Bono, cuya negociación con Hugo Chávez a cuenta de la adquisición de unas fragatas aún no se ha elucidado como tampoco en “Delcygate” en todo su calado, fue clave en los negocios del zapaterismo con la satrapía venezolana con “convolutos” como los que popularizó Guido Brunner, embajador alemán entre 1982 y 1992, para nominar los envoltorios de las comisiones ilegales de la multinacional Siemens para adjudicarse el AVE Madrid-Sevilla. Al amigo, el favor; al enemigo, ni siquiera la ley.
La iniquidad de un fiscal general del Estado imputado -¿con qué autonomía va a actuar el ministerio público en el proceso a su jefe?- es un signo inequívoco de envilecimiento y de cómo degrada España un presidente indigno que ya anticipó que García Ortiz no tendría que renunciar si era imputado porque, en ese brete, el tampoco dejaría La Moncloa si el TS lo sienta en el banquillo
Por eso, cuando el día de autos se asomó a la televisión pública para hacerse el ofendido y lanzar una amenaza nada velada con que “los fiscales manejamos material muy sensible e información de sobra que, por supuesto, no voy a usar jamás para insinuar o para filtrar de cualquier manera”, sembró dudas razonables -mucho más tras su encausamiento- de si la pareja de Ayuso no había sido ya un ejemplo palpable de aquello que negaba, pero de lo que, en base al adagio latino “excusatio non petita, accusatio manifesta” (“Excusa no pedida, acusación manifiesta”) se estaba, en realidad, incriminando. Rememoraba, por cierto, a Alfredo Pérez Rubalcaba cuando, siendo ministro del Interior con Zapatero, se dirigía a los diputados del PP avisándoles de que “mi ventaja es que lo sé todo de todos” o “veo todo lo que haces y dices”. Pero, como ha observado Eligio Hernández, quien fuera fiscal general del Estado con Felipe González, García Ortiz podría estar incurriendo en un delito de prevaricación si, conociendo presuntos delitos, no los persigue de oficio, sino que trafica con la información que llega a sus oídos por su rango. A este respecto, no extraña que la querella del novio de Ayuso contra García Ortiz fuese respaldada por el Colegio de Abogados, como tampoco que la mayoría de la carrera fiscal se haya puesto de uñas, salvo los de su asociación minoritaria sobrerrepresentada primero con la exministra Dolores Delgado y ahora con su heredero.
La iniquidad de un fiscal general del Estado imputado -¿con qué autonomía va a actuar el ministerio público en el proceso a su jefe?- es un signo inequívoco de envilecimiento y de cómo degrada España un presidente indigno que ya anticipó que García Ortiz no tendría que renunciar si era imputado porque, en ese brete, el tampoco dejaría La Moncloa si el TS lo sienta en el banquillo. Con la sensación de que puede ir detrás del fiscal general del Estado, Sánchez debe haberse tomado en serio la humorada de Franco con su destituido ministro de Comercio, Manuel Arburua. Urgido por su mujer, el cesante se armó de valor y, en una recepción del 18 de julio en La Granja, imploró a Su Excelencia que le explicara en qué le había podido fallar. El Generalísimo, tomándole del brazo, le susurró cual partícipe de un secreto de Estado: “Desengáñese, Arburua, vienen a por nosotros”.
Hasta tanto, quien obstruye la Justicia con su uso privado del aparato del Estado y con sus “querellas catalanas” -“te doy para que no me des”- contra el juez Peinado para que descarrile la instrucción del ‘Begoñagate’ y sus caudalosos afluentes enlodados trata de presentarse como víctima del “lawfare” (acoso judicial). Entre tanto, mueve sus peones detrás del escenario para someter a la Sala Segunda del TS aprovechando que finaliza su mandato su presidente, Manuel Marchena, auténtica bestia para él y para su camarlengo Conde-Pumpido, quien no le perdona la derrota que le infligió éste en la votación para ese sitial. Desde ese momento, el Tribunal Constitucional ya no tendría que ser esa reiterada Sala de Apelación de Conde-Pumpido, con su ropón como guardapolvos, de delincuentes socialistas y socios sanchistas sentenciados por el TS, y Sánchez podría proclamarse stricto sensu “Yo, el Supremo”, como el caudillo de Roa Bastos. En la Expaña sanchista no existe una superficie resistente que se pueda llamar fondo en manos de quien, al entrar en política, debió cavilar lo que aquel cínico personaje del novelista norteamericano Richard Ford: “Soy un hombre que no reconocería ni a mi propia madre. Posiblemente debería dedicarme a la política”.