EDITORIAL-EL CORREO

  • La contestada ejecutoria de García Ortiz solo puede presentarse como «impoluta» recurriendo a la divisoria partidista

La confirmación por parte del Consejo de Ministros de Álvaro García Ortiz como fiscal general del Estado adquiere inevitablemente la connotación de que el Gobierno ha querido mostrarse imperturbable ante los reproches recibidos por su designado. Aunque se equivoca si con ello cree hacer alarde de fortaleza. García Ortiz sustituyó en el cargo a la exministra de Justicia Dolores Delgado en septiembre de 2022 tras haber sido hasta entonces su más próximo colaborador. Su decisión de recuperarla para el ministerio público ascendiéndola a fiscal de sala -la máxima categoría de la carrera- con destino en la de lo Militar acaba de ser anulada por el Tribunal Supremo en una demoledora sentencia, que observa «una desviación de poder» en ese nombramiento por no obedecer a razones de mérito, como resulta obligado. La posterior designación de Delgado al frente de la Fiscalía de Memoria Democrática también está recurrida. Ni ese varapalo ni la rebelión de la mayoría de los fiscales contra su jefe han aconsejado al Ejecutivo proceder a su relevo.

García Ortiz ha alegado su obligación de mantenerse imparcial en el debate público sobre la ley de amnistía y el acuerdo para la investidura de Pedro Sánchez suscrito entre el PSOE y Junts que señala la existencia de ‘lawfare’ en el enjuiciamiento de los actos del ‘procés’. Tanto el amparo solicitado por sus subordinados que intervinieron en esos procedimientos, como las críticas de fiscales anticorrupción, han recibido la misma respuesta por parte de quien, de nuevo, es su superior jerárquico: imparcialidad hasta que se sustancie la amnistía como ley y compromiso con la autonomía de la Fiscalía, mientras sus decisiones más relevantes han contado con el parecer opuesto de la mayoría del Consejo Fiscal.

«Es un fiscal de carrera que goza de la confianza del Gobierno para continuar», sentenció ayer la ministra portavoz, Pilar Alegría, que calificó su trayectoria de «impoluta». Dos expresiones poco afortunadas. Su ejecutoria ha sido tan contestada que solo recurriendo a la divisoria partidista puede presentarse como intachable. En tales condiciones, que goce de la confianza del Gobierno no supone precisamente un aval de imparcialidad, algo a lo que el fiscal general se debe con arreglo a la Constitución. Sería razonable reforzar la independencia de esta figura con un sistema de elección que no dependa en exclusiva de la voluntad del Ejecutivo de turno.