- De lo que pase en las elecciones de mayo va a depender que cuaje más o menos la nueva doctrina: mejor un Frankenstein suavizado, sin tornillos ni tuercas, que Feijóo condicionado por la ultraderecha
Desde el 26 de mayo de 1991, primera vez en la que el PP se presentaba a unas elecciones en el conjunto de España con sus actuales siglas, el partido que ganó las municipales consolidó su éxito en las posteriores generales. Sólo hay una excepción: en 2008 el PSOE de Rodríguez Zapatero renueva el mandato alcanzado en 2004 a pesar de que en las locales de 2007 los socialistas perdieron la supremacía del poder municipal, bien es cierto que por escaso margen (7,91 millones de votos del PP frente a 7,76 del PSOE). El resto de la serie histórica que va de mayo de 1991 a noviembre de 2019 confirma una sistemática rutina: el que suma más votos en el conjunto de los más de 8.131 municipios españoles que eligen a sus representantes locales vence después en los comicios nacionales.
La otra costumbre asentada tiene que ver con la formación de gobierno: hasta la moción de censura de 2018 el gabinete siempre lo ha configurado el que ganaba en las urnas. El único caso en el que se pretendió alterar ese saludable hábito se produjo tras la victoria de José María Aznar (156 diputados) en 1996, pero Felipe González (141 diputados) resistió las fuertes presiones que en aquel momento se produjeron para que intentara componer el que habría sido el primer gobierno Frankenstein de la democracia. Pretensión difícil, después de una legislatura de tremendo desgaste consecuencia de sucesivos y más que ruidosos escándalos, pero numéricamente factible.
González -yo se lo oí en directo por aquellos días en un encuentro discreto con periodistas- argumentó que, transcurridos 14 años de ejercicio del poder, había llegado el momento de dejar paso a la alternativa en lugar de fabricar pactos antinaturales y de coste inasumible en circunstancias de extrema debilidad. Es más, Felipe expresó su convencimiento de que para el PSOE hubiera sido mucho mejor perder las elecciones de 1993, lo que probablemente habría evitado a los españoles el bochornoso espectáculo que compusieron en esos años una Oposición escocida y ferozmente agresiva por la inesperada derrota y un gobierno en acelerada descomposición. Gobernó por tanto Aznar con el apoyo de los nacionalistas catalanes y vascos tras comprometer el desembolso de los correspondientes peajes. El mal menor.
Para desgracia de los García-Page, Lambán o Puig, el 28-M va a ser también un examen del que hoy ya no resulta fácil seguir llamando gobierno de coalición
Han pasado muchos años, y sin embargo el nacionalismo sigue teniendo un peso importante en la gobernación del país. Con una sensible diferencia: el que hoy marca el paso del Gobierno es el nacionalismo más radical, que al menos en Cataluña ha dejado de ser el minoritario. Y es en este contexto, nos guste o no, en el que los españoles vamos a ser llamados a votar el 28 de mayo. Nos parezca o no prudente o arriesgada la ulterior lectura en clave nacional, la realidad es que las elecciones de mayo no solo van a ser una prueba de resistencia para presidentes autonómicos y alcaldes. Van a ser también, y para desgracia de los García-Page, Lambán o Puig, un examen del que hoy, si se quiere ser preciso en el lenguaje, ya no resulta fácil seguir calificando como gobierno de coalición.
No creo que, como ha hecho en coordinador general del PP, Elías Bendodo, se pueda equiparar el 28-M con una suerte de referéndum sobre Pedro Sánchez. Pero algo de eso hay, y el problema del PP es que ese enfoque también sirve para Núñez Feijóo. Porque para el político gallego sería un desastre perder las municipales contra Sánchez, mientras el líder socialista, si logra limitar los daños, quizá pueda permitirse el lujo de perderlas. Si en municipales la diferencia en votos no es significativa, y el PSOE retiene la Comunidad Valenciana y Castilla-La Mancha o Aragón, a más de uno le van a temblar las piernas.
El 28 de mayo es la principal meta volante de una etapa que culminará en diciembre con la que seguramente va a ser la convocatoria electoral más trascendental desde 1982
Cuanto más nos aproximamos a la cita, más evidente parece que las elecciones de mayo no van a ser unas elecciones cualquiera. Hay mucho más en juego que un puñado de comunidades autónomas y unas decenas de alcaldías relevantes. El 28 de mayo es la principal meta volante de una etapa que culminará en diciembre con la que seguramente va a ser la convocatoria electoral más trascendental desde 1982. Porque lo que se va a dirimir es si los españoles optan por un cambio cuyo principal atractivo es el fin de la supeditación de la gobernanza del país a formaciones minoritarias, lo que debiera traducirse en un escenario de mayor estabilidad política, social e institucional, o por el contrario convalidan la actual política de cohabitación imperfecta, cuyo elemento cohesivo esencial es la compartición del poder.
“La coalición ha funcionado mejor de lo que esperaban muchos analistas. La opinión más común era que no iba a durar, que no conseguiría haber acuerdos en las grandes cuestiones y sería necesario anticipar las elecciones. No ha sido así. Con todo, en los momentos difíciles, cuando la tensión ha subido, se ha podido percibir la desconfianza de décadas entre las familias políticas de origen socialdemócrata y comunista”. Esto lo ha escrito Sánchez Cuenca, y ya es versión oficial. La continuidad “mejorada” de la confluencia, con Yolanda Díaz de por medio, es la última buena nueva a propagar. Y de lo que pase en mayo, del grado de dependencia al que Vox logre someter al PP en comunidades y ayuntamientos, va a depender que cuaje más o menos la fábula: mejor un Frankenstein suavizado, sin tornillos ni tuercas, que Feijóo condicionado por la ultraderecha. Tiempo al tiempo.