Antonio Soler-El Correo

  • Trump no es el único protagonista del bodrio. Contamos con un reparto empeñado en devolvernos a un pasado que nunca existió

De modo que el futuro era esto. Una especie de punky con la cresta de algodón y la cara tintada, un megalómano multimillonario con un hijo con nombre de robot y unos tipos con cuernos de búfalo asaltando el Capitolio. Y Europa tragando el ricino de los viejos ricos, escondiendo los remiendos del chaleco. Francis Fukuyama nos dijo en 1992 que habíamos llegado al final de la Historia. El bloque comunista se había derrumbado y la batalla ideológica se daba por concluida con la victoria de Occidente por K.O. Las democracias liberales iban a expandirse irremediablemente por el planeta y a gobernar el mundo. La economía iba a sustituir a las ideologías.

Con lo que no había contado Fukuyama era con la carcoma del sistema. Con ese hongo pendenciero que se aferra a la materia viva y la corrompe. De modo que allá donde nos imaginábamos un mundo regido por una cierta coherencia y con las lecciones del pasado bien aprendidas, nos encontramos con una desbocada vuelta al pasado guiada ahora por un John Wayne con pensamiento corto y corbata kilométrica. Pero, con ser la estrella rutilante de esta mala película, Donald Trump no es el único protagonista del bodrio. Contamos con un extenso reparto empeñado en devolvernos a un pasado que nunca existió. Es decir, a un futuro de segunda mano. Una engañifa.

América de nuevo grande. La Gran Bretaña imperial que promovió la salida de la Unión Europea. La Cataluña independiente de nunca jamás. Y así sucesivamente. Una colección de nostálgicos en la que naturalmente está incluido Vox invocando una España pura y libre de contubernios negroides y extranjerizantes. Cada cual fabricando un pasado tan falso como ilusionante para una clientela desorientada en medio de un mundo interconectado y global. Autárquicos vocacionales. Caudillos de salón jaleando al gran jefe de Nueva York, un general Custer que nos va a ajustar las cuentas a todos, tirándonos de las orejas, poniéndonos de cara a la pared y que, a modo de diplomacia negociadora, pregona orgulloso que le están besando el culo. Tan luminosas son las medidas que está tomando.

Poco importa que el amigo multimillonario, ese que ahora empieza a ser un mero vendedor de coches, el mecánico al que le va bien el taller, saque los pies del plato y se lleve al niño con nombre de robot de paseo a otra parte. Poco importa China. ¡Qué son mil cuatrocientos millones de consumidores! El arancel es una muralla desde cuyas almenas el jefe blanco (anaranjado) se pavonea dictándole al mundo el nuevo evangelio a mayor gloria propia. Sí, esto era el futuro. Este presente que podría ser de opereta bufa si no fuese tan dramático.