Ignacio Camacho-ABC

  • Marsé construyó personajes de una identidad poderosa, como estatuas epocales en el paisaje moral y social de Barcelona

La obra de un escritor, de un novelista, se consagra cuando se convierte en el cuadro narrativo de una ciudad (incluso imaginaria, como en Faulkner o García Márquez) y de un tiempo. La Lisboa de Pessoa, el Londres de Dickens o Woolf, el Madrid de Galdós, la Nueva York de Wolfe, el París de Hugo o de Camus, la Praga de Kafka. Fernando Savater hizo un hermoso libro sobre esas encrucijadas de geografía, literatura e historia por donde aún puede transitar, leyéndolas con los pies, un viajero que no pierda el tiempo haciéndose selfis delante de los monumentos. Entre ellas está también la Barcelona de Juan Marsé, la de la segunda mitad del siglo XX, la de los charnegos y la burguesía narcisista que acabaría derrapando por la pendiente del nacionalismo. La ciudad sobre la que el antiguo aprendiz de joyero levantó una cartografía sentimental, seca como su estilo, con la mirada distante, certera y dolorida de la conciencia de clase.

Marsé parecía escribir a martillazos. Como si arrancara los capítulos a golpes sobre el teclado. Su famosa polémica con Umbral, al que acusaba de hacer «prosa sonajero», fue un ejercicio estúpido y estéril de mutuo desprecio; uno nunca escribió una buena novela pero dejó miles de páginas relampagueantes de genio, y el otro supo crear, como Baroja, un universo propio con un lenguaje enjuto, nudoso, berroqueño, cuyo verdadero adorno estaba en su capacidad de observación y en un talento narrativo forjado con precisión de relojero. Esa prosa cruda de Marsé, casi enfadada, tan desentendida de miramientos y de seducción pese a su obsesión hipercorrectora, resultaría árida o monótona si no le hubiese servido para erigir con ella un formidable paradigma literario habitado por personajes de una identidad poderosa, como esculturas epocales plantadas para siempre en el paisaje de la conciencia moral y social de Barcelona. Y en castellano, para desesperación de las élites empeñadas en erradicar de la cultura catalana todo atisbo de pertenencia a la comunidad española.

La colosal obra de Marsé huele a memoria, a infancia, a inmigración, a desclasamiento, a trabajo. A verbena de pueblo de costa, a escape de moto, a picaresca de barrio. A perdedores de guerras y de vidas, a talleres de sotabanco, a flores marchitas bajo el calor del verano mediterráneo. A perfume de niña bien y de arribista pijo, a sudor de quinquis, a calentura de presidiario, a sexo de azotea, a frutería de suburbio, a meublé barato. A todo ese mundo urbano espeso, mestizo y superviviente del que se avergüenzan ahora los soberanistas expertos en reescribir el pasado iluminándolo con mitos falsos. Ya venía de fábrica cabreado con todo y con todos, de modo que el desdén del catalanismo oficial ni siquiera le amargó sus últimos años; sólo logró convertirlo en un gigante rodeado de enanos. No hay ostracismo que pueda silenciar la vigencia de un clásico.