Ignacio Camacho-ABC
- Lledoners es la nueva capital catalana. La sede real del poder ha sido trasladada a una institución penitenciaria
Qué puede salir mal en Cataluña con un Gobierno negociado en la cárcel y supervisado desde Bruselas por un prófugo de la Justicia al que sus propios colegas toman por un orate. Qué puede salir mal cuando poco antes del pacto los socios se han deseado mutuamente pudrirse en prisión y morirse de asco. Qué puede salir mal si la agenda del compromiso consiste en avanzar hacia la independencia y la investidura necesita el concurso de un tercer partido antisistema. Qué puede salir mal entre dos aliados cuya recíproca desconfianza sólo encuentra un punto de confluencia en la voluntad común de romper con España. Qué puede salir mal si la única razón de que se hayan acabado entendiendo es la dificultad de explicar a sus bases una repetición electoral por incapacidad para ponerse de acuerdo.
Lledoners es la sede del poder real, la nueva capital catalana. Hasta que Sánchez firme el indulto de los condenados del ‘procés’, que es la cláusula sobrentendida en el programa, el futuro Ejecutivo de la Generalitat residirá de facto -como el anterior- en un centro de Instituciones Penitenciarias, sometido a la vigilancia de un Puigdemont que no ha otorgado su placet hasta asegurarse el control del mando a distancia y la disposición personal de unas cuantas partidas presupuestarias. La naturalidad de esa anomalía encarna el grado de putrefacción de un sistema institucional autonómico destruido por una década de delirio, subversión, marasmo administrativo, corrupción, mitología insurreccional y victimismo. De los tres últimos presidentes desde la aplicación del Artículo 155, uno dice hallarse en el exilio, eufemismo de su fuga al extranjero para no someterse a juicio; otro fue inhabilitado por desobediencia y el tercero lleva seis meses en un limbo jurídico sin ser oficialmente investido. Tanto ellos como sus respectivos partidos viven en la ficción de un marco republicano que además de ilegítimo duró ocho segundos exactos, y su único trabajo (?) ha consistido en confrontar con el Estado a cuyo primer ministro ayudan a sostenerse en precario. Nada de esto parece sin embargo inquietar a unos ciudadanos que los siguen votando pese al desplome en picado de todos los indicadores socioeconómicos sobre los que existen datos. De la ruptura de la convivencia -cívica, política, incluso familiar- mejor ni hablamos.
Y estos tipos tan fiables, dirigidos por una cúpula de delincuentes convictos, son los que apuntalan en el poder a Sánchez, sabedores de que no van a encontrar en Madrid otro líder más propicio a sus intereses ni menos comprometido en la defensa del constitucionalismo. El jefe del Gobierno de la nación, que sacó pecho tras la inútil victoria de su candidato Illa, guarda ahora silencio. En su clarividente análisis estratégico, el verdadero problema del país es que a los madrileños les guste sentarse en las terrazas a consumir berberechos.