Vicente Vallés-El Confidencial

  • El transcurrir de los días ha permitido confirmar que, muy al contrario, los ministros de Unidas Podemos se visten con la misma púrpura que los demás, pero se trata solo del atuendo

«Desde que Pablo dejó el Gobierno todo está mucho más tranquilo. Podemos ya no es nada. Es un partido pequeño, y con una debilidad que se nota cada vez que hay elecciones». Este es el análisis de situación que circula por las cañerías de Moncloa, entre los responsables de la fontanería estratégica del presidente. 

El día en el que Pedro Sánchez acometió la renovación de su gabinete, se pudo entender como un apunte de debilidad presidencial que ningún ministro de Unidas Podemos entrara en el baile de las destituciones, mientras que en el sector PSOE se producía una cruenta escabechina. 

Pero el transcurrir de los días ha permitido confirmar que, muy al contrario, los ministros y ministras de Unidas Podemos se visten con la misma púrpura que los demás, pero se trata solo del atuendo, el despacho, el coche oficial y la cartera de cuero con el cargo inscrito en letras doradas. Solo eso: ringorrango, con escasa sustancia, salvo en el caso de la vicepresidenta Yolanda Díaz y su responsabilidad al frente de Trabajo.

El día en el que Pablo Iglesias abandonó el Gobierno para salvar a la izquierda en Madrid —sin éxito—, Yolanda Díaz asumió el liderazgo del sector Podemos del gabinete con su propio estilo: las discrepancias con el sector PSOE dejaron de ser vociferadas en público, en la confianza de que esa actitud de aparente moderación resultara más beneficiosa. 

Díaz no quiso que Sánchez cambiara a ningún ministro de su cuota para evitarse el engorro de sufrir una crisis interna entre los diversos sectores de Unidas Podemos. Pero ahora, el impulso político que el presidente trata de dar a su Gobierno lo protagonizan exclusivamente los ministros socialistas, mientras que los demás tratan a duras penas de no quedar fuera de la escena: vuelven a levantar el tono de voz sobre la reforma laboral, el salario mínimo, las leyes sociales, para hacernos ver que el régimen comunista de partido único que rige en Cuba desde hace seis décadas no es una dictadura, y hasta para comunicar a los inversores americanos —a los que el presidente ha intentado seducir esta semana en Estados Unidos— que si vienen a España pagarán muchos impuestos. El presidente deja hacer y decir, pero ridiculiza a Garzón, ignora a Castells, soslaya a Belarra y Montero, y contrapone a la vicepresidenta segunda Díaz con una más poderosa vicepresidenta primera Calviño, que la cortocircuita. 

Ridiculiza a Garzón, ignora a Castells, soslaya a Belarra y Montero, y contrapone a la vicepresidenta segunda Díaz 

Y no se sabe si Sánchez tiene esa actitud para no enfadar a sus socios o, sencillamente, porque los menosprecia. Solo en aplicación de esta segunda tesis se entiende la humillación a la que el presidente sometió a su ministro de Consumo en el famoso ‘chuletagate’. ¿Hubiera denigrado Pedro Sánchez a un ministro de Podemos si Pablo Iglesias siguiera en el Gobierno? Ni la respuesta afirmativa ni la negativa son demostrables. Sin embargo, la actitud de las últimas semanas refleja una evidente voluntad de Moncloa para poner a sus socios de Unidas Podemos en la parrilla ardiente y no retirarlos hasta que estén no en el punto, como gusta al presidente, sino convenientemente churruscados.

Moncloa da por amortizado a Podemos desde la salida de Iglesias. Considera que es un partido menor, tendente a la izquierdaunización e inmerso en un aparente proceso de estancamiento o, incluso, de regresión electoral. Y, aunque todavía le resulte aritméticamente imprescindible, el equipo de estrategas de Sánchez trabaja ya como si el gobierno de coalición fuese, en realidad, un gobierno monocolor.

Podemos está en un proceso de compleja reconversión desde lo que fue —un partido unipersonal, con un bien entrenado ejército tuitero para hostigar al enemigo—, hacia una fuerza política sin hiperliderazgo. De hecho, sin un liderazgo real efectivo, con una compleja y confusa bicefalia entre una recién elegida secretaria general, Ione Belarra, que no parece aspirar al primer puesto de la lista electoral y una candidata a ocupar ese primer puesto, Yolanda Díaz, que ha sido ungida por el anterior líder mediante el arcaico método mejicano del dedazo priísta (¿nueva política?). Y, además, con un partido envuelto en varias causas judiciales con final incierto. 

No hay líder político que se regocije compartiendo el poder. Por eso, la retirada unilateral de Pablo Iglesias dejó en Pedro Sánchez un sabor de boca aún más imbatible que el de un buen chuletón al punto. Ahora, sin la fatigosa presión que le provocaba Iglesias, Sánchez pretende gestionar un gobierno de dos partidos como si Unidas Podemos estuviera, pero no fuera. Su voluntad es la de gobernar en coalición, pero por su cuenta —una contradicción en sus términos—, desabrochándose el ajustado corsé político con el que tuvo que elaborar su consejo de ministros al principio de la Legislatura debido al fiasco electoral que sufrió en noviembre de 2019, al pasar de 123 escaños a 120 cuando, según sus exageradas cuentas, iba a conseguir 150.