Aurora Nacarino-EL ESPAÑOL
Las comparaciones y el intento de traslación a la política española no han tardado en sucederse, desde el papel que desempeña la Jefatura del Estado en aquella república y en nuestra monarquía, hasta la respuesta tecnocrática como corolario de una década de borrachera populista.
También, por supuesto, se ha sometido a discusión la vocación agregadora del nuevo Ejecutivo, que encuentra partidarios y detractores, pero que, sobre todo, se nos antoja imposible en España.
Las discrepancias al respecto son comprensibles. Si la democracia representativa es la expresión del pluralismo y el conflicto que conviven en nuestras sociedades, parece natural que el Gobierno y el Parlamento den cuenta de esas diferencias, y compongan un menú de opciones políticas variado en el que los ciudadanos puedan escoger.
Pero también resulta razonable que, en momentos de excepción, los líderes de las principales corrientes ideológicas de una nación sean capaces de postergar por un tiempo el énfasis en lo que los separa para esforzarse juntos en la superación de las dificultades que los atenazan.
¿Justifica una situación como la propiciada por el coronavirus un gobierno de concentración nacional? Uno puede encontrar argumentos a favor del gobierno de concentración nacional y también en contra. Sea como fuere, lo que no parece deseable es que un país afronte una crisis de esta envergadura con un gobierno de disolución nacional.
Y eso es lo que sucede en España.
La precaria mayoría socialista que lidera Pedro Sánchez saca adelante su legislatura llegando a acuerdos con un socio, Podemos, que definió la ambición de su proyecto con dos palabras: república plurinacional.
Es respetable defender una forma de Estado distinta de nuestra actual monarquía parlamentaria, pero no escapa a nadie que el programa de Podemos no tiene la vocación integradora que ha de guiar un proceso constituyente.
Se trata, al contrario, de abanderar una España de parte en la que la forma del Estado no solo informe de los contornos de la nación, esto es, de los contornos de la ciudadanía y la ley, sino que haga ostentación de una ideología que persigue la exclusión de una parte del país. Porque lo importante no es la república, sino quiénes pueden caber o no en ella.
Sabemos que la forma del Estado no determina la calidad de la democracia y las instituciones de un país. Pero eso, que sería un argumento de peso en un debate racional, pierde relevancia ante un debate simbólico en el que la república se blande como icono antagonista.
Luego está la cosa plurinacional. Desde Westfalia, los países se han constituido políticamente haciendo coincidir los bordes del Estado con los de la nación. Por eso, los movimientos nacionalistas persiguen el Estado propio que dé legitimidad jurídica a lo que ellos sienten étnica o culturalmente como una nación.
Proclamar el carácter plurinacional de un Estado no puede ser inocuo, sino la antesala de la partición territorial en aras de hacer coincidir los bordes de la nación con los del Estado, tal como ha predicado la modernidad.
Bien lo saben los movimientos separatistas españoles, no en vano aliados del Gobierno en esta legislatura, que transaccionan sus votos en el Parlamento por avances en la agenda independentista.
Hasta ocho naciones contó el flamante ministro Miquel Iceta en España. En todo caso, no parece muy apropiado que la gobernabilidad del país dependa de los mismos cuyo interés revelado es poner fin al país.
En la oposición no se encuentran defensores de la liquidación territorial del Estado, pero sí se escuchan discursos preocupantes, como el que últimamente socava la comunidad de solidaridad que es la nación con un populismo fiscal que recuerda a aquel del secesionismo de los ricos, tantas veces escuchado a los líderes del procés. Extraño patriotismo disolvente.
Por eso, el debate entre partidarios y detractores de un gobierno de concentración nacional nos queda demasiado grande en España. Sería un comienzo que dejáramos de afanarnos en la disolución nacional.