Un Gobierno de unidad nacional

EL MUNDO 01/08/16
JORGE DE ESTEBAN

· El autor subraya que el problema catalán y los demás desafíos que nos acechan sólo se podrán resolver mediante un Ejecutivo de PP, PSOE y C’S, que cuente con 250 diputados.

EL DESPARPAJO con que la portavoz del Gobierno catalán, Neús Munté, criticó al Ejecutivo central por «amenazar a las instituciones catalanas recurriendo al Tribunal Constitucional» es realmente sorprendente. Es más, advirtió urbi et orbi: «No nos moveremos de nuestro camino, que es profundamente democrático».

Pues bien, ante semejante esperpento jurídico-político baste por el momento recordar dos cosas. Por una parte, que la democracia a que se refiere la portavoz es absolutamente ficticia, porque sin el cumplimiento de la ley democrática no hay democracia. Es más: la verdadera democracia en nuestros días no puede ser más que la democracia constitucional. En otras palabras, la democracia forzosamente tiene que estar sujeta a la Constitución. Lejos ya de nosotros los tiempos en que los Reglamentos de las Asambleas tenían más influencia política que la propia Carta Magna. Circunstancia que se pudo admitir en otro tiempo, porque no existía un control de constitucionalidad de la ley. De este modo, el problema se planteó porque los Reglamentos parlamentarios no se limitaban a ser lo que genuinamente son, esto es, una recopilación de procedimientos técnicos para el mejor funcionamiento de los Parlamentos, habiéndose convertido en cambio en un instrumento temible en manos de los partidos que manipulaban así la marcha de los asuntos públicos.

La consecuencia es que en un Estado de Derecho los Reglamentos parlamentarios deben reconocer ciertamente la autonomía de las Cámaras, como así lo hace el artículo 72 de la Constitución española o incluso el propio Estatuto de Autonomía de Cataluña en su artículo 58.1, que afirma que «el Parlamento goza de autonomía organizativa, financiera, administrativa y disciplinaria». Ahora bien, hay que recordar a la presidenta del Parlament lo que dice el primero de los artículos del Estatuto: «Cataluña, como nacionalidad, ejerce su autogobierno constituida en Comunidad Autónoma de acuerdo con la Constitución y con el presente Estatuto que es su norma institucional básica». En consecuencia, podemos afirmar que el Parlamento catalán tiene autonomía organizativa, pero bajo ningún concepto posee una «hegemonía política», que es lo que reivindican los independentistas catalanes. Esta extralimitación procede del parlamentarismo del siglo XIX en Europa, pero que desapareció desde el momento en que casi todos los países europeos establecieron el control de constitucionalidad de las leyes por un Tribunal Constitucional, incluidos los Reglamentos de las Cámaras.

Por lo demás, la portavoz Neús Munté critica que se recurra al TC debido a que «en el Estado tanto el Gobierno como la democracia están en funciones», acusando así al Ejecutivo de entorpecer el sistema democrático más que reforzarlo, a causa de su escasa credibilidad democrática. Ciertamente, el Gobierno central no sólo ha apelado al Constitucional, sino que además lleva más de 200 días en funciones sin haberse sometido en ninguna sesión al control que debe ejercer el Congreso de los Diputados.

Vistas así las cosas, aunque la portavoz pueda tener algo de razón, es evidente que el fanatismo de los nacionalistas les incita a rechazar el control de constitucionalidad que es propio de las democracias constitucionales, las cuales están sometidas a la Constitución y a la ley. Por supuesto, no se trata aquí únicamente de que los nacionalistas catalanes vienen incumpliendo desde hace ya muchos años las normas jurídicas que rigen en toda España y que, como es evidente, es algo que requeriría una adecuada sanción. Lo más grave, en mi opinión, es que –lo crean sinceramente o no– su concepción de la democracia es completamente decimonónica. No es posible en el mundo actual aceptar que una Asamblea que dispone sólo de autonomía respecto de las competencias que se le hayan atribuido pueda estar por encima de la Constitución y de la ley, con el propósito de llevar a cabo una «declaración unilateral de independencia». La presidenta del Parlament no tendrá más remedio que dar marcha atrás o afrontar las sanciones que sean indispensables.

Como es sabido, la Constitución dispone de varios instrumentos para hacer rectificar los excesos de las Comunidades Autónomas que vayan en contra del interés general. El artículo 155 de la Constitución que, por ejemplo, adopta la llamada en Alemania coerción federal, o también el artículo 116 que regula los diferentes estados de excepción, serían suficientes para detener cualquier abuso independentista. Pero el Gobierno de Mariano Rajoy consideró –menos mal– que había de completarse estas medidas con alguna otra que permitiese al Tribunal Constitucional disponer de instrumentos de ejecución para garantizar el cumplimiento de sus resoluciones. De este modo, hace cerca de un año se reformó la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional para incluir ciertas medidas sancionatorias a fin de atajar el problema. Aunque algunos criticaron esta reforma, yo defendí la misma en este periódico, pero lo hice para que fuese aplicada, lo que hasta ahora no había ocurrido.

Nos encontramos, por consiguiente, ante una situación en que los independentistas catalanes quieren aprovechar rápidamente la debilidad del Gobierno en funciones para acelerar su «desconexión». Ahora bien, aunque esta situación se haya agudizado por el bloqueo institucional que padecemos, es cierto que viene de antiguo pues los anteriores Gobiernos, de uno u otro signo, fueron dando los pasos para que el nacionalismo catalán se hiciese cada vez más fuerte. Bien es cierto que si la unidad política de España está en peligro, no sólo se debe al inmovilismo de Rajoy, sino también a la inoperancia política de los líderes de los otros tres partidos nacionales (alguno menos que los otros), que inexplicablemente no son capaces de sentarse todos juntos para hablar sobre puntos concretos y pactar un Gobierno de unidad nacional, ante la gravedad de la situación.

En definitiva, el destino de los españoles depende fundamentalmente de cuatro personas: un resabiado político y tres inmaduros dirigentes que no son capaces de cortar el nudo gordiano que atenaza la política. Borges decía irónicamente que los hombres se merecen que no haya gobiernos. Pero evidentemente lo dijo porque no llegó a ver lo que está ocurriendo en España. El problema catalán y los otros problemas que nos acechan sólo se podrán resolver mediante un Gobierno de gran coalición (PP, PSOE, C’S) que cuente con 250 diputados. Es una verdadera aberración que los tres líderes nacionales, salvo Pablo Iglesias que está en fuera de juego, no se den cuenta del momento que vivimos y de lo que piensa la mayoría de los españoles que están ya al borde de un ataque de nervios. Franco decía que sólo era responsable «ante Dios y ante la Historia», pero estos políticos de segunda categoría que tenemos responderán, si no saben reaccionar a tiempo, ante sus electores, pero también ante la Historia que puede inculparles del derrumbe de la Nación española.

¿Es imposible que Rajoy, Sánchez y Rivera se reúnan con un documento con puntos concretos para ver si es posible un acuerdo, naturalmente cediendo cada uno en algo, en los asuntos decisivos de España? Hay que desechar esos odios africanos entre unos y otros que recuerdan la época de la adolescencia, pero que no resulta entendible en la época de la madurez, es decir, algo que es normal en los demás países democráticos europeos. Pero además de estas cuestiones antropológicas hay que añadir otra cuestión más que ha causado un gran revuelo y que dificulta la creación del Gobierno de unidad.

EN EFECTO, el Rey ha propuesto como candidato a Mariano Rajoy para que se presente ante el Congreso y consiga la investidura como presidente del Gobierno. Pero Rajoy, que no renuncia a ser gallego, ha señalado que decidirá si se somete al examen del Congreso tras «un plazo de negociación razonable». Matización que ha levantado un sinfín de comentarios sobre si está o no obligado tras su aceptación de la designación real. Ganan por goleada los que dicen que debe ir forzosamente a la investidura, lo que jurídicamente no está tan claro, porque así se desprende del artículo 99.2 de la Constitución y porque sería también un desaire al Rey, lo que le obligaría a la dimisión inmediata como presidente del Gobierno en funciones. La minoría que sostiene que Rajoy no está obligado está formada por miembros o seguidores del PP, pero es algo defendible desde el punto de vista jurídico.

A mi juicio, no hay duda de que Rajoy tiene la obligación política de solicitar, una vez designado por el Rey, la investidura, pero no por lo que señala el artículo 99.2 («el candidato propuesto…expondrá…») sino sobre todo por lo que dice el mismo artículo en su apartado 5: «Si transcurrido el plazo de dos meses, a partir de la primera votación de investidura, ningún candidato hubiera obtenido la confianza del Congreso, el Rey disolverá ambas Cámaras y convocará nuevas elecciones con el refrendo del Presidente del Congreso». Por consiguiente, teniendo en cuenta la crisis política que atravesamos, es necesario que si no hay ningún candidato que pueda obtener la investidura, el plazo de los dos meses para las nuevas elecciones empiece a correr. En ese caso, aun siendo culpables los cuatro principales líderes políticos, la humillación y el fracaso serán de toda la sociedad española.

Pero todavía estos cuatro políticos, o mejor dicho tres, ya que Iglesias está en orsay, pueden arreglar el desaguisado poniéndose de acuerdo en un Gobierno de unidad nacional que haga frente, cediendo todos en algo, al desafío separatista, a la amenaza terrorista, a la necesaria reforma de la Constitución, al caos de nuestra enseñanza, etcétera. Evidentemente, esta tarea gigantesca sólo se puede llevar a cabo si se cuenta con ese Gobierno tripartito. Estamos pues ante una ocasión única si se sabe aprovechar. Hay que recordar a los que ven líneas rojas insalvables que las posiciones políticas son siempre relativas, porque están en función de las circunstancias.

Jorge de Esteban es catedrático de Derecho Constitucional y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO.