- Sánchez lleva seis años estimulando el «efecto llamada» para que ahora le estalle por su negligencia
Ningún país puede permitir que sus fronteras sean un coladero, pues ello solo genera estragos de varios tipos: invita a miles de personas a jugarse la vida en el mar, a bordo de infames cayucos que casi nunca llegan a puerto; estimula el abyecto negocio de las mafias en origen; descapitaliza a los países de origen de sus vecinos más jóvenes y preparados para sacarlos adelante; denigra la condición de refugiado al permitir que se la invoque para superar las trabas democráticas y, finalmente, estimula problemas potenciales de seguridad y convivencia al abocar a muchos de los llegados a una vida marginal.
Para entender el alud migratorio hay que remontarse al estreno de Pedro Sánchez como presidente, cuando intentó aleccionar a Europa entera acogiendo al buque Aquarius y anunciando, poco después, la concesión a todo el mundo de la tarjeta sanitaria universal, probables orígenes del galopante «efecto llamada» ahora en apogeo.
Si a eso se le añade la presión política que Marruecos diseña con la inmigración, con otras causas y otros objetivos a la subsahariana, el caos está servido y se manifiesta en un estremecedor dato: mientras España ha visto aumentar más de un 80 por ciento la inmigración irregular, Italia la ha reducido en un porcentaje similar.
Ante esto, Sánchez ha redoblado su negligencia, intentando tal vez utilizar la política migratoria como otra herramienta más de su política de los bandos, la crispación y el enfrentamiento. Solo así se entiende que las mismas medidas que los socialistas respaldaron en abril como política migratoria estructural de la Unión Europea sean presentadas en España, cuando se invocan por el PP o VOX, como mensajes xenófobos, racistas y ultraderechistas.
La gira africana de Sánchez ha sido, ante todo, la confesión de que existe un problema, incentivado por el Gobierno, que no se resuelve con cánticos humanitarios solo válidos para aquellos casos en los que, efectivamente, se constata la existencia de guerras, hambrunas o pandemias en los países de procedencia de los inmigrantes.
Pero el anuncio de regularización laboral de otros 250.000 inmigrantes perpetúa la imagen de España como destino fácil para quienes, simplemente, quieren venir impulsados por la falsa idea de que Europa les dará todo lo que necesitan sin ningún límite ni esfuerzo.
Anuncio que fue contradicho por el propio presidente del Gobierno 24 horas después, demostrando que no hay una verdadera política de inmigración.
Claro que tiene sentido aplicar cupos migratorios estables y encauzados hacia el mundo laboral, por la dignidad de quienes vienen y la supervivencia de su sociedad de acogida. Pero no es ése el problema que está sobre la mesa.
Lo que inquieta a los españoles, y por extensión a los europeos, es el evidente desbordamiento de su capacidad de recepción, el absurdo gasto millonario en mantener a miles de personas sin ningún objetivo ni plan, la posibilidad de que eso desborde las costuras culturales, económicas y cívicas de sociedades con derecho a proteger su identidad y los estragos que ello puede causar en materia de seguridad ciudadana.
España es un país hospitalario con un pasado migratorio propio bien reciente en el que difícilmente prenden los prejuicios raciales. Pretender que el recelo es un acto de xenofobia no solo es injusto, sino también improcedente: nada prende tanto la brecha de la exclusión como la negativa de un Gobierno irresponsable a entender y aplicar el principio de que las fronteras son sagradas y que solo pueden llegar aquellos que vayan a tener una vida digna, con tantos derechos como obligaciones.