MANUEL ARROYO-EL CORREO

Al anunciar el Gobierno de coalición con Unidas Podemos que él mismo había descartado poco antes porque no le dejaría dormir, Pedro Sánchez proclamó, con ese tono engolado tan característico, que sus ministros hablarían «con varias voces, pero con una sola palabra». Es decir, que, fuesen del bando que fuesen, expresarían la postura oficial del Ejecutivo, fruto de un consenso previo, sin caer en enfrentamientos públicos ni contradicciones. Por supuesto, la frase quedó hecha añicos en un santiamén. Y así sigue. No solo por las diferencias ideológicas entre los dos socios, sino por sus dispares formas de entender el ejercicio de la política y del poder.

La reforma de la reforma laboral, que ha desatado la mayor crisis en la alianza entre el PSOE y la formación morada, es un buen ejemplo de la sucesión de órdagos y pretendidos juegos maquiavélicos que resume sus relaciones. Y de una flagrante descoordinación interna. Siete meses lleva la vicepresidenta Yolanda Díaz negociando con los sindicatos y la patronal la «derogación» íntegra de la normativa impuesta en 2012 por la mayoría absoluta del PP. Ahora resulta que sus planteamientos no cuentan con el aval de La Moncloa, que prefiere una actuación mucho más suave. Sánchez ha sustituido en las últimas semanas «derogación» por «modificación», «modernización» del mercado de trabajo y por cambiar (solo) «algunas cosas». El lenguaje en estos casos no suele ser inocente.

El desmontaje de esa regulación es una de las decisiones más determinantes de la legislatura. Todo un icono para la izquierda. Resulta inconcebible que, a estas alturas, el Gobierno carezca de una postura oficial sobre qué hacer con ella a la vista de que no vale como tal la defendida por la ministra de Trabajo. Se entiende que el PSOE no quiera regalarle la baza de un pacto con los agentes sociales a Yolanda Díaz en su carrera por crear un proyecto superador de Podemos con el que competirá en las urnas. Se entiende que, en su deseo de ser campeón mundial de la progresía, para el presidente sea un trago plantear -como sugiere, pero no ha puesto por escrito- una reforma mucho más descafeinada que la pretendida por Unidas Podemos y los sindicatos. Ya sea porque la vigente no le parece tan nefasta como dice o para seducir a Bruselas, de cuyo aval a la nueva regulación, que tiene que estar cerrada este año, dependen las millonarias ayudas europeas. Se entiende mucho menos el tiempo perdido mareando la perdiz.

Los socios están condenados a entenderse, pero no será fácil. A ninguno de ellos le interesa romper la baraja en un asunto que podría hacer descarrilar la legislatura con la derecha victoriosa en las encuestas. El PSOE tiene a su favor la coartada de la presión de la UE, pero eso no le garantiza un acuerdo interno, ni uno asumible por CC OO, UGT y los empresarios, ni una victoria en la batalla del relato que le enfrenta a Unidas Podemos en un horizonte preelectoral. Todo esto, además, es la antesala de otra reforma aún más delicada y propensa a la demagogia: la del sistema de pensiones. Nos esperan emociones fuertes que pondrán a prueba si el Gobierno de coalición es uno o dos.