La ofensiva ucraniana en la región rusa de Kursk llegó ayer a su décimo día con la noticia de que Kiev se prepara para la instauración de una administración militar en la zona que, según el comandante general de las fuerzas ucranianas Oleksandr Syrsky, «mantendrá el orden y la ley y garantizará las necesidades básicas de la población».
La creación de dicha administración militar, junto a las noticias de que el ejército ucraniano, a pesar de la resistencia encontrada en Belgorod, parece haber consolidado el territorio conquistado, desmiente a aquellos que vaticinaban el fracaso de la ofensiva o que la calificaban de mera operación propagandística sin mayor relevancia.
La ofensiva ucraniana, que cogió al Kremlin por sorpresa, ha abierto un segundo frente en una guerra que parecía enquistada e introducido nuevos elementos de incertidumbre en una ecuación geopolítica que ya era de alto riesgo. Porque esta ofensiva, a diferencia de la que llevó a cabo hace unos meses la Legión de la Rusia Libre, formada por ciudadanos rusos que luchan en el bando ucraniano, ha sido llevada a cabo por las Fuerzas Armadas ucranianas. Es decir, por tropas regulares.
La operación es, en primer lugar, una victoria propagandística para Volodímir Zelenski, que le permite refutar la idea de que Rusia es invencible en una guerra de desgaste, así como la de que el territorio conquistado por el Kremlin en Ucrania es irrecuperable.
En cambio, el hecho de que la operación se haya llevado a cabo con armamento proporcionado por países occidentales puede ser visto por el régimen ruso como una provocación. La imagen de tanques occidentales avanzando por las carreteras rusas revive los peores traumas de la nación rusa. Pero lo cierto es que Vladímir Putin no ha recurrido a sus habituales órdagos nucleares dado que eso implicaría reconocer que la operación ucraniana supone una amenaza existencial para Rusia.
Es indudable que Ucrania pretende enquistar el frente en territorio ruso, como se ha enquistado el frente en territorio ucraniano, para consolidar su control sobre esa parte de la región de Kursk y poder utilizar luego dichas ganancias como elemento de intercambio en unas hipotéticas negociaciones con Rusia: territorio a cambio de territorio.
La operación no está exenta de riesgos y el de una escalada militar es el más evidente. Pero ha tenido la virtud de demostrar que Rusia es vulnerable, que su aparente solidez en el frente ucraniano es un espejismo alimentado con carne de cañón y que la rebelión del Grupo Wagner, que llegó a sólo unas docenas de kilómetros de Moscú, no fue una casualidad, sino una debilidad intrínseca de un régimen aparentemente incapaz de sostener una ofensiva en Ucrania sin dejar abandonada su retaguardia.
La operación no está exenta de riesgos. La incursión obliga a Rusia a desviar tropas del frente ucraniano para la defensa de territorio ruso, pero también fuerza a Ucrania a lo mismo. Pero la ofensiva demuestra que la guerra está menos atascada de lo que parecía y de que una leve presión en puntos inesperados abre cursos de acción inesperados.
La debilidad mostrada por Putin y el régimen ruso en la región de Kursk no debería ser desaprovechada por la diplomacia occidental. Si el objetivo final es llegar a unas conversaciones de paz que no conduzcan de forma inevitable a la consolidación de las conquistas rusas en Ucrania, es decir a una paz del agresor, la conquista de territorio ruso por parte de Kiev lanza el mensaje correcto: Rusia también es vulnerable.