Agustín Valladolid-Vozpópuli
Dice verdad Gabriel Rufián cuando afirma que hay en marcha un golpe de Estado blando. Pero miente cuando confunde a propósito a víctimas y ejecutores
Nueva semana de dolores para el Gobierno y su presidente, sin que se vislumbre en el horizonte ningún domingo de resurrección. El resumen pasmoso de los últimos acontecimientos (whatsapp) lo hizo, one more time, el más devoto de los vasallos, Félix Bolaños: como la economía es un cañón (sic) y el peso internacional de España es mayor que nunca (sic), el único recurso que le queda a la oposición es machacar a Pedro Sánchez y a su entorno familiar.
Léase en este caso el término “oposición” en su sentido más poliforme: derecha, ultraderecha, ultrarricos, jueces, periodistas, ciberdelincuentes y otros saboteadores. Las declaraciones de Bolaños rebasan lo nominal -“ataque despiadado a la privacidad del presidente del Gobierno”-, para incidir en la tesis que poco a poco va penetrando en el hipocampo de los adictos: hay en marcha un golpe blando para descabalgar como sea al gobierno progresista.
Bolaños se limitó a insinuarlo, pero unas horas antes Gabriel Rufián lo había afirmado sin eufemismos desde la tribuna del Congreso: estamos en presencia de un golpe de Estado diseñado por una “red de soft power institucionalizado”, “una red de influencia tejida durante décadas, compuesta por operadores políticos, ciertos jueces, numerosos fiscales, altos mandos policiales, consultoras, plataformas de cooperación internacional y medios de comunicación”.
El Gobierno viste de reforma contra la injerencia del Gobierno proyectos que esconden su intención de introducir afines en la judicatura y dejar bien atado el control de la Fiscalía una vez abandonado el poder. Por lo que pudiera pasar
No lo dijo exactamente así. El entrecomillado no es suyo. Rufián solo concentró y replicó la idea. El ideólogo es otro. El mismo que mece la cuna de Carles Puigdemont. Se llama Gonzalo Boye, abogado del fugado y personaje sobradamente conocido. En un reciente artículo Boye describe esta red “subversiva” como “un poder paralelo, sin legitimidad democrática”, y considera “imprescindible” su desarticulación. Es la vieja tesis del golpismo catalán, la que presenta a España como una democracia defectuosa, de libertades incompletas.
Pero el momento más vistoso de la intervención parlamentaria de Rufián el pasado miércoles no fue cuando recurrió de nuevo al manoseado recurso del golpe blando, sino el que protagonizó a continuación al preguntarle a Pedro Sánchez, mirándole con gesto adusto a los ojos: “¿Qué más tiene que hacer la derecha de este país para que ustedes pasen a la ofensiva?” O sea, ¿qué va a hacer usted, señor Sánchez, al respecto?
Un ‘amigo’ en la Fiscalía
Probablemente el portavoz de Esquerra se habría ahorrado la pregunta de haber tenido ocasión de leer con calma los proyectos aprobados en el Consejo de Ministros del día anterior. Ahí está parte de la respuesta. Proyectos que modifican las normas que regulan el acceso a la Judicatura y la Fiscalía además de la reforma del Estatuto del Ministerio Fiscal.
En el primero de los proyectos se introducen mecanismos que rebajan los niveles de exigencia profesional para llegar a ser juez o fiscal, se impulsan procesos extraordinarios de estabilización de jueces y fiscales sustitutos (que suponen menospreciar principios como la igualdad de oportunidades, el mérito y la capacidad) y se anuncia la creación de un centro público de formación de opositores dependiente del Ministerio de Justicia. En definitiva: se amplían las vías de intervención partidista en el ámbito de la justicia.
Junto a estas medidas, el Gobierno introduce en el paquete anunciado una de las reformas pendientes de mayor calado: la que pondría en manos de la Fiscalía la dirección de la Policía Judicial encargada de la investigación. Por ejemplo, la UCO. Ha destacado Bolaños, y tiene razón, que España es el único país de la Europa avanzada donde las causas penales son instruidas por el mismo juez que debe garantizar los derechos de los investigados. Siete años han tardado en activar la maquinaria que permita corregir esta anomalía histórica. ¿Por qué ahora?
¿Por qué ahora se cae en la cuenta de que el mandato del Fiscal General del Estado -otra de las novedades del proyecto- no debe ser paralelo al del gobierno de turno, caso de otras instituciones del Estado? ¿Tendrá algo que ver esta propuesta de modificación del plazo, y de mayor blindaje del cargo, con la tentación de dejar anclado en la Fiscalía a un “amigo”, por lo que pudiera venir?
Si no fuera porque creemos más al Sánchez que se preguntó de quién dependía la Fiscalía que a este paladín de la imparcialidad, quizá nos creeríamos que lo que ahora se busca es eliminar cualquier ‘apariencia de injerencia’ gubernamental
Si no fuera porque el Gobierno forzó la dimisión de María José Segarra como fiscal general, por su excesiva independencia de criterio, para nombrar en su lugar a la ministra de Justicia, Dolores Delgado; si no fuera porque a esta la sustituyó una persona de la máxima confianza política, que ha aceptado encargos poco honorables del Ejecutivo; si no fuera porque es mucho más creíble el Sánchez que se preguntó de quién dependía la Fiscalía que este sobrevenido paladín de la imparcialidad, quizá también estaríamos dispuestos a creer a Bolaños cuando dice que lo que ahora se busca es eliminar cualquier “apariencia de injerencia” gubernamental.
Nos lo han puesto muy difícil. Con este gobierno la credulidad nunca ha sido un valor refugio. Y ahora, cuando dos de los hombres de la máxima confianza personal y política del presidente del Gobierno son (o serán) investigados por graves delitos de presunta corrupción (José Luis Ábalos y Santos Cerdán), cuando familiares cercanos han de atravesar aún el trámite de una enojosa investigación judicial de incierto desenlace, no es fácil conceder al Gobierno el beneficio de la duda.
Pedro Sánchez, en su debate con Rufián, volvió a utilizar esa frase cargada de condescendencia y sospecha: “A pesar de todo, yo sigo creyendo en la justicia de mi país”. Frase que, en boca de un presidente de gobierno, instiga la deslegitimación de la Justicia y convalida del discurso del independentismo. Un discurso que, como valioso y precautorio argumento de descargo, Sánchez parece dispuesto a comprarle a Puigdemont.
Dice verdad Gabriel Rufián cuando afirma que hay en marcha un golpe de Estado blando. Pero miente cuando confunde a propósito a víctimas y ejecutores.