Fue el de anoche uno de los mejores discursos que uno le recuerda a Felipe VI. Ya en los primeros compases explicó de qué iba el tema: “Es a la Constitución y a España a lo que me quiero referir”. La referencia era especialmente pertinente por un doble motivo. En primer lugar porque es la Constitución y la unidad de España los dos valores nacionales que están en peligro. También hizo justa referencia a la jura de la Carta Magna por la heredera de la Corona, la princesa Leonor, el pasado 31 de octubre, con motivo de su mayoría de edad.

Hoy la Constitución es un asunto que invoca todo el mundo, con razón o sin ella. Los dos partidos más destacados de la democracia española se acusan mutuamente de incumplirla, aunque sin el mismo grado de acierto. El presidente del Gobierno debe de creer, ya lo he dicho alguna vez, que la Constitución es un marco jurídico que obliga al principal partido de la oposición a renovar a los vocales del Consejo General del Poder Judicial, una vez que haya concluido su mandato. No considera en cambio que haya un mandato constitucional que obliga a cambiar el procedimiento de elección de dichos vocales con el fin de que sean los jueces los que elijan a los miembros del Gobierno de los jueces, aquella medida que el felipismo se cargó con la Ley del Poder Judicial en 1985. Uno aprobó el otro día que haya un mediador cualificado para participar en las negociaciones entre el Gobierno y la oposición, pero es de temer que me pasara de optimismo. La banda de Sánchez exigirá la renovación, apoyada por la Unión Europea, como es de ley, pero hará oídos de mercader a la petición de reforma del procedimiento, como también era de ley.

Como dijo para rematar su invocación a la Constitución, fuera del respeto a ella no hay democracia ni convivencia posibles; no hay libertades, sino imposición; no hay ley, sino arbitrariedad. Fuera de la Constitución no hay una España en paz y libertad”. La democracia, dijo con exacta expresión “requiere unos consensos básicos y amplios sobre los principios que hemos compartido y que nos unen desde hace varias generaciones”.

La Constitución ha sido, como muy bien dijo, el mayor éxito político de nuestra reciente historia y supuso la culminación de un proceso que mereció una admiración y un reconocimiento internacional extraordinarios. También un reconocimiento interno, nacional. Nunca se había sentido uno tan reconciliado con su condición de español como en estos 45 años de vigencia de la ley de leyes que nos dimos en el referéndum  del 6 de diciembre de 1978.

Justo al revés que ahora, en que parecen cobrar cuerpo para avergonzarnos los desolados versos de Jaime Gil de Biedma, en los que “el hombre/ harto ya de luchar con sus demonios/ quisiera terminar con esa historia/ de ese país de todos los demonios”.

Anoche, en medio de este paisaje yermo brilló como pocas veces el mensaje del Rey de España, que merecía otra consideración por esta peña. El Gobierno y sus cómplices están en una operación contra la Monarquía, que es una pieza esencial del ordenamiento constitucional. El Ejecutivo de Sánchez mantiene las formas en la palabra, a ellos les basta con actuar de obra. Sus secuaces expresan la misma intención de palabra y obra. Por el otro lado rebuznarán los que motejan a nuestro mejor valor político y constitucional con el ingenio romo de su insulto: Felpudo VI, dicen y probablemente se pongan críticos contra un discurso que los españoles de bien apreciamos hasta en las comas.