Carlos Sánchez-El Confidencial
- Las expectativas juegan un papel determinante en la toma decisiones de familias y empresas. También la credibilidad de las políticas públicas
Paul Volcker, el legendario presidente de la Reserva Federal, durante años azote de la inflación, solía decir que en una crisis —y a él le tocó vivir muy de cerca los dos choques petrolíferos de los años setenta— el único activo que tenían los gobiernos era su credibilidad.
La credibilidad, sin embargo, matizaba desde sus imponentes dos metros de altura, no se ganaba quedando bien con la opinión pública —cuando llegó a la Fed procedente de la Reserva Federal de Nueva York la inflación rondaba el 13%—, sino que lo importante era estar dispuesto a ser impopular. Precisamente, argumentaba, con el objetivo de hacer lo que hubiera que hacer en beneficio de los electores. Estos podrían reconocerlo, o no, pero era lo que había que hacer.
Durante su mandato se hizo popular una frase que lo definía como economista: las cosas deben empeorar antes de que puedan mejorar. Volcker opinaba que las expectativas inflacionistas de los estadounidenses en un contexto de alzas desmesuradas de los precios estaban creando un círculo vicioso. La inflación se retroalimentaba a sí misma, y de ahí la agresividad de la Fed, que no solo elevó los tipos de interés, que era la estrategia tradicional del banco central cuando subían los precios, sino que, toda una novedad en aquel tiempo, redujo la oferta monetaria. Era evidente que menos dinero en circulación era sinónimo de menor crecimiento económico y, efectivamente, es lo que sucedió. Millones de trabajadores fueron despedidos, pero, al cabo del tiempo, la economía rebotó abriendo camino a un cuarto de siglo de prosperidad.
EEUU se está convirtiendo en una plutocracia. Muchos millonarios se han convencido de que son ricos porque son inteligentes
Antes de morir, hace apenas dos años, concedió una entrevista y dijo certeramente: «El problema central [de la economía de EEUU] es que nos estamos convirtiendo en una plutocracia. Tenemos una gran cantidad de personas enormemente ricas que se han convencido a sí mismas de que son ricas porque son inteligentes y constructivas. Y el resultado es que no les gusta el Gobierno y tampoco les gusta pagar impuestos«. Ben Bernanke, uno de sus sucesores en la Fed, dijo de él tras fallecer: «Volcker personificó la idea de que es posible hacer algo políticamente impopular, pero económicamente necesario».
Lo obvio y lo complejo
La clave de su prestigio, sin embargo, no fue su revolucionaria estrategia sobre la oferta de dinero por parte del banco central, sino su credibilidad. Gran polemista y de vida asceta, llegó a vivir con estudiantes mientras era banquero, supo explicar a la opinión pública que era necesario hacer lo que había que hacer, incluso peleándose con Reagan, partidario de plegar a la Fed para defender sus intereses políticos.
No son tiempos de hacer cosas impopulares. Y, de hecho, una de las causas de los problemas estructurales de la economía española: productividad, elevado desempleo o un deficiente sistema de cualificación profesional, tiene que ver con que se prefiere lo obvio a lo complejo. O lo que es lo mismo, es más fácil dar una patada hacia adelante que buscar soluciones de fondo a una realidad que nos debería avergonzar como país.
En la anterior crisis financiera, la economía española fue una de las que más sufrió debido a que había incubado una formidable burbuja inmobiliaria que acabó por explotar. Uno de cada cuatro trabajadores llegó a estar en paro. Pero es que en la actual, derivada de un agente externo como es la pandemia, la economía española es la que más ha caído de la Unión Europea. Por si esto fuera poco, en la actual recuperación es la que se encuentra más rezagada. Algo verdaderamente insólito teniendo en cuenta que al levantarse las restricciones a la movilidad, y dado su exposición a las actividades sociales, tenía más papeletas que ninguna otra para recuperarse más rápidamente. No va a ocurrir así.
Es probable que detrás de esta realidad se encuentre un problema de credibilidad en los términos que sostenía Volcker. La evidencia ha demostrado que las expectativas juegan un papel determinante en las decisiones de los agentes económicos. Si familias y empresas interiorizan que la inflación va a seguir subiendo porque el Gobierno de turno no transmite confianza, es más que probable que los precios sigan escalando posiciones.
Si familias y empresas interiorizan que el IPC seguirá subiendo porque el Gobierno no inspira confianza, los precios seguirán escalando
Lo mismo sucede con otras decisiones económicas. Si las familias, con la información disponible que tienen en cada momento, perciben que la situación económica tenderá a empeorar porque el Gobierno no es creíble, es seguro que no gastarán sus ahorros y esperarán un mejor momento. Tampoco tendrán incentivos para endeudarse, toda vez que alguno de sus miembros puede perder el empleo, aunque el banco central regale el dinero. Es muy conocida la tesis keynesiana de que se puede llevar al caballo a beber agua al abrevadero, pero nadie le puede obligar a hacerlo. No se puede forzar a la gente a gastar dinero si carece de buenos motivos para hacerlo.
La anticipación a decisiones futuras es un comportamiento enormemente racional. En particular, cuando existen incertidumbres relevantes. Tanto las empresas como las familias tienden a protegerse económicamente cuando las cosas pueden ir a peor, con las consecuencias negativas ya conocidas en términos de demanda e inversión.
Información defectuosa
De hecho, una coyuntura económica regular puede convertirse en un desastre por falta de certidumbres, y de ahí que el mejor instrumento para acabar con lo que algunos han llamado el prestigio del pesimismo sea ganar credibilidad. O confianza, como se prefiera. Precisamente, para evitar que una información incompleta o defectuosa por parte de los agentes económicos —se habla y escribe con una facilidad pasmosa de estanflación o, incluso, de cortes de suministro eléctrico generalizados— impulse decisiones equivocadas. Al fin y a cabo, como sostiene Bauman, la naturaleza humana obliga siempre a elegir, incluso antes de saber lo que es bueno y lo que es malo, y en un mundo plagado de noticias falsas no es difícil crear un ambiente tóxico.
No es, desde luego, el mejor escenario para anclar la recuperación. En la opinión pública existe una sensación de desgobierno que muchas veces no está justificada. Otras veces, por el contrario, sí que lo está. No solo por la frágil mayoría parlamentaria del presidente Sánchez, sino porque dentro del propio Ejecutivo las batallas son hasta cansinas. Incluso, con asuntos de menor calado. Es de aurora boreal, por ejemplo, que después de meses de negociación se tenga que improvisar un método para discutir la reforma laboral con sindicatos, y empresarios, y con él mismo. O que Calviño anuncie a estas alturas lo que piensa de la reforma laboral.
Cada Gobierno desmonta lo que ha hecho el anterior, lo que además de ineficiente provoca falta de credibilidad de las políticas públicas
Tampoco ayuda el clima político entre los dos grandes partidos, que son los que pueden afrontar grandes reformas, aunque solo sea por una razón. A la luz de lo que ha sucedido en las últimas dos décadas, prácticamente desde que comenzó el siglo, cada nuevo Gobierno desmonta buena parte de lo que ha hecho el anterior, y eso además de ser ineficiente, provoca una enorme falta de credibilidad de las políticas públicas, cuando existen múltiples evidencias —ahí está la propia Constitución para demostrarlo— que las reformas que se hacen por consenso son más eficaces y más perdurables en el tiempo.
Los ejemplos en los que se ha hecho lo contrario son numerosos. Las leyes educativas se cambian cada dos por tres, lo mismo sucede con las laborales. También las energéticas e, incluso, las de pensiones, pero no mirando hacia adelante con la sana intención de identificar lo que no ha funcionado para cambiarlo, que sería lo razonable, sino mirando hacia atrás porque las leyes vienen del anterior Gobierno.
Una explicación convincente
El caso de la reforma laboral es uno de los más evidentes. La reforma de 2012 era manifiestamente mejorable en muchos aspectos —principalmente porque introdujo un fuerte desequilibrio en las relaciones laborales en favor de los empresarios—, pero en lugar de identificar qué ha funcionado bien y qué ha funcionado mal, lo que se ha asumido es el mantra de la derogación. No porque se vaya a hacer —que se sepa, el recorte de las indemnizaciones por despido no lo piensa tocar este Gobierno, ni tampoco pretende recuperar los salarios de tramitación—, sino porque lo relevante es trasladar a la opinión pública que se va a derogar, aunque luego sea mentira.
Ni que decir tiene que el próximo Gobierno, si es del PP, lo volverá a cambiar, lo cual solo produce desconfianza de la opinión pública sobre las instituciones laborales. O sobre las pensiones o el coste de la energía. Da igual. O sobre el sistema educativo. O, incluso, sobre las estadísticas oficiales. La opinión pública aún espera una explicación en sede parlamentaria de la vicepresidenta Calviño sobre los problemas de medición del INE, ya sea en relación con la Contabilidad Nacional o el IPC.
No es un tema menor cuando está acreditado que una de las causas de que el Estado perdiera popularidad en los años setenta —y ahí empezó la ruptura del contrato social entre capital y trabajo— fue, precisamente, que ya no podía cumplir sus promesas. O lo que es lo mismo, perdió credibilidad, lo que a la postre ha hecho crecer la demagogia y el populismo. Y la percepción social hoy, guste o no, es que las cosas están mucho peor de lo que realmente están, que no son, desde luego, para tirar cohetes. En definitiva, un problema de credibilidad.