Gaizka Fernández Soldevilla-El Correo

  • La sociedad tiene una deuda con personas que, como Pedro Chicote, se jugaron la vida para proteger y salvar las de víctimas del terrorismo

La cafetería Rolando estaba situada en la calle del Correo, al lado de la Puerta del Sol de Madrid. Su personal, la calidad de la comida, los precios moderados y su ubicación céntrica atraían a una clientela variopinta: residentes en las inmediaciones, turistas, oficinistas, obreros, estudiantes, viajantes, gente de paso y funcionarios como los administrativos y policías de la cercana Dirección General de Seguridad.

Parecía que el viernes 13 de septiembre de 1974 iba a ser una jornada rutinaria más. Sin embargo, todo se rompió a las 14:30 horas cuando una potente bomba explotó en el salón comedor. Estaba compuesta por entre cinco y ocho kilos de goma 2E-C y mil tuercas como metralla para causar el mayor daño posible. Ese día murieron 11 personas y más de 70 resultaron heridas. Debido a las secuelas físicas, Gerardo García Pérez falleció el 29 de septiembre y el inspector Félix Ayuso Pinel, el único policía de la lista, el 11 de enero de 1977. Así, el balance final del atentado ascendió a 13 víctimas mortales. El número pudo haber sido mucho mayor. Lo evitaron un puñado de héroes anónimos que dieron lo mejor de sí mismos: vecinos, trabajadores de los negocios afectados, bomberos, agentes de la ley, sanitarios, taxistas… Su rápida, efectiva y generosa actuación salvó una cantidad incalculable de vidas.

Como se cuenta en la obra ‘Dinamita, tuercas y mentiras’, Pedro Chicote Alonso fue uno de ellos. Natural de Palacios de la Sierra (Burgos), aunque afincado en Bilbao, había trabajado en empresas como La Naval y CAF. La perspectiva de un contrato fijo y, sobre todo, de conocer «otros mundos» le llevaron a opositar a la Policía Armada. Aprobó. A primeros de septiembre de 1974 le dieron su primer destino: la comisaría de la calle Leganitos, en Madrid. Tenía 25 años.

El viernes 13 por la mañana Pedro hizo guardia en el Ministerio de Justicia. Un superior le ordenó que por la tarde se desplazara a otro sitio para cubrir a un compañero que estaba de baja, así que se apresuró a comer en el cuartel de la Plaza de Pontejos. Caminaba por la calle del Correo, a la altura de la Pañería Inglesa, cuando estalló la bomba.

La onda expansiva le hizo volar por los aires unos metros. Quedó «despatarrado» en el suelo, pero al escuchar «cómo chillaba la gente», supo que debía reaccionar. Entró en la cafetería Rolando. «Vi un cuadro. Con todo el polvo que había, más gas de algún butano… Entré allí y había cuatro o cinco personas sentadas a las que la onda expansiva les había desnudado. Algunos estaban retorcidos. Estaban muertos todos».

Entró y salió del establecimiento hasta rescatar, según la prensa, a 15 heridos. Dos de esas personas se le han grabado en la memoria. La primera, una chica que había quedado muy malparada y cuyas piernas se le deshacían entre los dedos. La otra, una chiquilla que no paraba de llorar. Estaba atrapada entre los escombros y le caía en la cara el chorro de agua de una tubería que se había reventado. «Todos gritaban, pero a una niña la oía, la oía… Y la vi. Dije ‘tiene que ser esa niña’. Bueno, pues yo ya había sacado a bastante gente, pero digo ‘voy a ir a buscar esa niña’». Cuando avanzaba hacia ella, el suelo cedió y el policía cayó al sótano. Le costó subir. Aún se escuchaban los lamentos de la menor, así que Pedro se hizo una promesa: «a esa niña la tengo que sacar yo de aquí». Y, en efecto, la sacó. Probablemente era Dolores Aguado Martín, de 6 años.

Al agente le quedaba energía suficiente como para meterse una vez más en el local. Ahora bien, tras depositar al último herido en la calle, se desmayó. Le trasladaron al hospital. Su ropa llena de sangre hizo suponer a los médicos que estaba gravemente herido. No obstante, solo se había lastimado la pierna izquierda y la mano derecha.

El daño no solo era físico, pero en aquel momento la Administración no atendió el bienestar ni la salud mental de Pedro y del resto de supervivientes. Tampoco amparó a las familias de los fallecidos. No empezó a tratar a las víctimas del terrorismo como merecían hasta décadas después. A pesar de todo, Pedro perseveró. Como relató en el pódcast Sierra Delta Contra, continuó trabajando como policía nacional en Bilbao hasta su jubilación en 2014.

El valor de los héroes humildes contrasta con la cobardía de ETA y sus cómplices. Como hizo en tantas otras ocasiones, en 1974 la banda mató y mintió. En vez de asumir la autoría de su primer atentado indiscriminado, intentó culpar a la ultraderecha y a la dictadura franquista de haberlo cometido. No reconoció su responsabilidad hasta 2018.

Los autores de la masacre nunca han pedido perdón. En el 50º aniversario, ¿encontrarán el coraje para hacerlo?