FERNANDO SAVATER-EL PAÍS

  • Fernando García de Cortázar nunca pretendió acuñar una “memoria democrática” rectificada para que fuese más inclusiva y plural hasta lo descaradamente falso. Buscó la verdad de lo sucedido, sin maquillaje sectario

No todos los curas vascos abandonaron a las víctimas del terrorismo o incluso simpatizaron abiertamente con “los chicos de la gasolina”: fueron apenas el 99%. En el 1% restante estuvo Antonio Beristaín, un jesuita que nunca se negó a hacer las honras fúnebres por los asesinados como los demás sacerdotes indígenas, que apoyaba fraternalmente a los familiares y que predicaba sin eufemismos contra el nacionalcatolicismo vasco, peor que el franquista. Por ello fue reprendido por sus superiores, suspendido a divinis y tuvo prohibido dar sermones o entrevistas a la prensa. Disculpen que ahora este ateo suspire al recordarle: es el único santo al que he tenido el honor de tratar personalmente. Cuando murió, su funeral en San Sebastián se celebró en la iglesia de los jesuitas de la calle Garibay, frente a la casa en que nací. Yo lo seguí desde la puerta del templo, que estaba lleno. Y pude oír el elogio elocuente y vibrante, inolvidable, que le dedicó con voz piadosa pero viril, sin melindres ni ñoñerías para beatas o hipócritas, otro soldado de su misma Compañía: Fernando García de Cortázar. No calló lo que Antonio hizo ni lo que padeció por hacerlo. Aunque no hubiera escrito ninguno de sus grandes libros (como ese Viaje al corazón de España, la mejor guía para recorrer nuestro país) aquel discurso fúnebre bastaría para que nunca le olvidase.

García de Cortázar fue un notable historiador, además de un hombre cabal y un patriota ilustrado e ilustrador. Nunca pretendió acuñar una “memoria democrática” (otra “equitación protestante” borgiana) rectificada para que fuese más inclusiva y plural hasta lo descaradamente falso. Buscó la verdad de lo sucedido, sin maquillaje sectario. Como hijo de San Ignacio no murió sino que entró en la eternidad. Tienen el secreto.