Un hombre en la Historia de España

ABC 25/03/14
JAVIER RUPÉREZ

· «Nadie como Suárez hubiera sabido recorrer los vericuetos de la dictadura a la democracia, nadie hubiera podido llegar tan lejos tan rápido»
· «No siempre recibió la consideración que su actitud merecía y cargó, en sus últimos tiempos en la Moncloa, con la ingratitud de los propios»
· «Nos devolvió el orgullo de ser españoles; la patria y los que la habitan deberían encontrar en ello motivo de permanente agradecimiento»

El mejor Adolfo Suarez es aquel que, al principio de la Transición, proclamó su intención de hacer «legal lo real», de acercar las instituciones al ciudadano, de traer la democracia a España. Raro, si alguno, ha sido el momento de la Historia reciente española en que los ciudadanos se hayan podido sentir tan identificados con un gobernante, tan deseosos de asociarse con su éxito, tan pendientes de sus vicisitudes. Dicho sea todo ello sin menoscabo alguno del papel central que el Rey Don Juan Carlos I protagonizó en todo el proceso y por el que los españoles siempre le serán deudores. Pero en ese proceso fue Suárez cómplice necesario y si se apura imprescindible: nadie como él hubiera sabido recorrer los vericuetos que conducen de la dictadura a la democracia con mayor presteza, con mejor dedicación, con mas profunda empatía popular.

· « Inteligencia práctica. Su simpatía le servía tanto para facilitar sus relaciones como para inducir a engaño sobre sus últimos propósitos»

Nadie como él hubiera podido llegar tan lejos tan rápido. Como muchos de sus detractores han dicho, nadie le hubiera podido confundir con un catedrático de universidad o con un estudioso de los movimientos sociales, ignorando que sus méritos no estaban en las teorías del Estado sino en la sensibilidad que le convertía en voz cualificada del sentir del pueblo. Ese olfato no habría de abandonarle hasta el mismo final de su vida política, cuando comenzó el corto recorrido que habría de conocer el Centro Democratico Social por él creado tras la desaparición de la Unión de Centro Democratico: si circunstancias personales ajenas a la política no lo hubieran impedido aquel intento bien hubiera podido fructificar en una tercera fuerza política nacional situada precisamente en el siempre añorado «centro».

Era Adolfo Suárez hombre dotado de una excepcional simpatía personal, que servía tanto para facilitar sus relaciones como para inducir a engaño sobre sus últimos propósitos. Un poco a la antigua usanza, escuchaba mucho y leía poco, fiando mas el aprendizaje a la verbalidad del entorno que al estudio para el que tuvo pocos medios y menos tiempo. Pero utilizó con largueza las horas que el poder le deparó en conversaciones interminables con propios y extraños, a los que ofrecía horarios extemporáneos regados de voluminosos tazones de café con leche sobrados de azúcar y ambientados con el humo de cigarrillos fumados en cadena. Supo rodearse de los mejores y admirar en ellos con generosidad los méritos y los conocimientos de los que él carecía. No siempre recibió la consideración agradecida que su actitud merecía y cargó, ya en sus últimos tiempos en la Moncloa, con la amargura de la ingratitud de los propios. De los ajenos pronto supo qué esperar: los ataques inmisericordes de una izquierda que en un arranque de imaginación llegó a describirle como «tahúr del Mississippi» –pero que llegó a contemplar una «situación excepcional» como única manera de arrebatarle el poder– o de la derecha nostálgica del franquismo, del que él a la postre provenía, que con saña le calificó de traidor y con envidia le disputó la conquista del centro. A la postre, el político al que la mayoría de los españoles confundieron con otro Suárez cuando accedió a la Presidencia del Gobierno y que trayendo la democracia ganó los entorchados de estadista, fue el mejor intérprete de su personaje cuando el aciago 21 de febrero de 1981, ya dimitido de sus funciones, resistió a pie firme y gesto de autoridad en el Congreso de los Diputados el obsceno ataque de los enemigos de una España en libertad.

Sus perfiles fueron siempre los de un español medio favorecido por el atractivo físico y una notable inteligencia práctica, guiado por una gran ambición política puesta al servicio de una España ideal en la que cabían formatos cambiantes y en gran medida acomodaticios. Sin medios de fortuna escaló los peldaños de las estructuras administrativas del Movimiento Nacional con presteza y éxito hasta que el destino le confrontó con la tarea de una generación: reconciliar a los españoles en un proyecto de libertad. Él, que sabía poco de Derecho Constitucional, fue el que pronto comprendió la urgente necesidad de una Constitución que sentara las bases institucionales y jurídicas de la España posfranquista y el texto de 1978 le debe impulso e inspiración. Su tarea, como tantas otras de los humanos, no está exenta de vacilaciones y errores y quedará al cómputo de los historiadores el desvelar sus luces y sus sombras pero los españoles en su conjunto equivocarían gravemente el sentido y el avance de la propia historia nacional si pusieran tacha a la gran tarea desarrollada en los últimos años de la década de los setenta y los primeros de los ochenta y concentrada en la transición española hacia la democracia. El nombre de Adolfo Suarez está estrechamente asociado a esa gesta, en la que puso tesón, convencimiento y habilidad. Y no poco sacrificio.

 Fueron sus años como presidente del Gobierno de España tiempos cargados de esperanza y de incertidumbre. Lo viejo no acababa de morir y lo nuevo surgía con grandes dolores de parto: los militares se creían y querían autorizados para seguir rigiendo los destinos de la nación mientras las fuerzas políticas estrenaban estrategias y terrorismos varios hacían todo lo posible para ahogar en sangre a la España recién nacida. Y sin embargo supo culminar con éxito el laberíntico negociado constitucional, comenzar una nueva época de racionalidad económica con los Pactos de la Moncloa, legalizar a las fuerzas partidistas, incluyendo al Partido Comunista, y convocar en 1977 las primeras elecciones libres que el país había conocido desde 1936, adherirse en nombre de España a los Pactos internacionales sobre Derechos Humanos, comenzar la negociación con la Santa Sede para la sustitución del Concordato, normalizar las relaciones diplomáticas con los países miembros del Pacto de Varsovia y con México, convocar en Madrid la reunión de la Conferencia sobre la Seguridad y la Cooperación en Europa, abrir la puerta a las negociaciones para el ingreso de España en la Comunidad Europea y, aunque tardíamente, iniciar los trámites para la entrada de España en la OTAN. No mucho más cabía que hiciera.

A lo mejor el momento de su abrupta dimisión –cuando arriba y abajo y a los lados le faltaban los apoyos con que antes había contado– tuvo algo de providencial: su tiempo estaba acabado, agotadas sus capacidades taumatúrgicas, finalizado el recorrido. No era, como lo había sido Tomas Moro, «un hombre para todas las estaciones » , pero supo llenar la suya con realizaciones que habrían de sentar las bases futuras de la España democrática haciacia el interior y hacia el exterior. Se fue con dignidad personal y lealtad para con los ideales y las personas a las que se sentía obligado y su figura alcanzó grandeza trágica en la jornada golpista del 23 de febrero. Le sobraron las escaramuzas posteriores; algunas, como la del CDS, dictada por un afán de reivindicación, y otras, como su posterior deriva socialdemócrata, mal aconsejadas por los espíritus del tiempo. Que, en cualquier caso, ya daba poco de si: tristes episodios familiares y su propia decadencia mental le dejaron colocado en la hornacina de donde nunca debió salir: la del hombre que al servicio de la Corona y de sus conciudadanos supo hacer de España un país, como él lo quería, normal.

Hombre intachable en conductas y actitudes, su figura, ya agrandada durante los largos años de su forzado silencio, debería quedar definitivamente fijada en el mármol lapidario de la Historia de España. Nos devolvió el orgullo de ser españoles. La patria y los que en ella habitan deberían encontrar en ello motivo de permanente inspiración y agradecimiento. Que Dios, en el que siempre firmemente creyó, le tenga en su gloria.