Ignacio Camacho-ABC
No había proferido una ofensa ni amenazaba la integridad de nadie. Pero interrumpía el contorno visual del césar Sánchez
Un peligroso activista subversivo de 57 años fue reducido y desalojado ayer por tres fornidos policías de la puerta de la sede del PSOE en Madrid. El individuo portaba un reproductor de música que emitía el himno nacional y una pequeña pancarta que decía literalmente: «Jamás mi corazón dejará de gritar te quiero, España. Feliz 2020». La felicitación se suponía dirigida a los miembros de la ejecutiva socialista, que iban a reunirse en el edificio, y que en su calidad de cargos públicos suelen acudir con la correspondiente escolta, al parecer insuficiente para impedir una eventual agresión del feroz manifestante. Hay vídeos en los que se ve cómo los agentes tras conminarle a cambiar de acera, lo arrastran por la calle. No sin cierto pesar: cumplían órdenes. Órdenes cuyo responsable último es el ministro Marlaska, contumaz en el empeño de disipar la esperanza que suscitó su nombramiento. El hombre fue finalmente conducido a comisaría. Detenido, arrestado o como se diga, por resistencia (bien pasiva desde luego) a la autoridad. Faltaría más.
En los últimos años -también bajo el Gobierno de Rajoy, por decirlo todo-, las fuerzas del orden han permitido escraches a políticos de centro y de derechas. Han presenciado interrupciones de conferencias, cortes de carreteras, abucheos al Rey, quemas de banderas. Han asistido a la agresión y vejación de dirigentes de Ciudadanos en la marcha del Orgullo Gay. Han amparado (los Mozos de Esquadra) un referéndum ilegal contra la Constitución y tolerado lazos amarillos, que simbolizan solidaridad con el desacato a la ley, en la vía pública y en las fachadas de las instituciones catalanas. Han acompañado (los ertzaintzas) en actitud contemplativa homenajes a asesinos etarras. Siempre en cumplimiento de directrices superiores que pretendían, o eso se supone, proteger la libertad de expresión y manifestación hasta el límite del incidente físico (y a veces más allá). Pero esos derechos se han vuelto selectivos. Depende del sitio en que se exterioricen, de los políticos ante o contra quienes se defiendan y de la presunta adscripción ideológica de los que los ejerzan.
El hombre de la calle Ferraz, el hombre que decía amar a España, iba solo. O con la única compañía de su dignidad y su conciencia. No había proferido ni un grito hostil, ni una palabra malsonante, ni una ofensa. No amenazaba la integridad física de nadie. Pero ocupaba el contorno visual que debía recorrer, apenas unos pocos pasos del coche al portal, el césar Sánchez. Alguna orden preventiva lo convirtió en el trasunto, a escala infrarreducida, de aquel hombrecillo de Tianammen atropellado por la brutalidad de la razón de Estado. Es probable que Marlaska no lo supiese siquiera, pero no pierde una oportunidad de dejar que su prestigio empequeñezca.
En fin, eso es lo que hay y lo que nos espera. Como rezaba la pancarta incautada, feliz año.