Antonio Elorza, EL CORREO, 12/6/12
La visión histórica desplegada por Jesús Eguiguren en su último artículo permite constatar que el cordón umbilical con el sabinianismo no ha sido cortado
La identidad individual resulta irrelevante. Todos tenemos derecho de pensar libremente, y de cara a la historia eso significa que tan lícito es seguir opinando que los vascos fueron independientes y que por ello deben volver a serlo ahora, como creer en que esos mismos euskaldunes eran la sal de España. Adoctrinado con la lectura de ‘Amaya’ de Navarro Villoslada que me atizó mi madre a los ocho años, yo soñaba con un País Vasco independiente con capitalidad en Azkoitia, al pie de un Izarraitz al que veía como una especie de montaña sagrada. Con el tiempo desperté; otros al parecer aún no lo han hecho. Aunque los historiadores hayan empleado buena parte de su tiempo en destacar el carácter mítico de muchas concepciones dominantes, los mitos tienen la piel dura y acaban haciendo la historia. Pero si el factor individual no importa demasiado, sí cuenta en cambio la calidad de quien proyecta sobre una sociedad una visión de la historia susceptible de ejercer influencia. El reciente caso del ‘Diccionario’ de la Real Academia de la Historia es buen ejemplo de ello. El medievalista Luis Suárez amó a Franco y dedicó muchos esfuerzos a ensalzar su memoria. Fue su derecho. Otra cosa es que la RAH le otorgue el privilegio de fijar para todos los españoles su imagen sesgada del dictador en el ‘Diccionario’ de la institución.
Es lo que sucede con la cascada de declaraciones que últimamente viene haciendo el presidente de los socialistas vascos. Un periodista amigo, muy próximo al PSE, pretendió disipar mi desconfianza: nada cuenta. Discutible. Ante todo, sus declaraciones proceden nada menos que de la presidencia de la organización y apuntan inequívocamente a una ruptura con la tradición estatutista del PSE, que calla, así como a un alineamiento con el mundo nacionalista. Disfruta de un cauce privilegiado de comunicación sobre Madrid. Eso sí, insiste en que su nacionalismo es no-sabiniano, sin concretar.
Cierto que nada impide asumir la exigencia de una construcción nacional vasca, que debiera haber sido uno de los componentes de la transición en Euskadi. Pero ello implica traspasar el muro de piedra excluyente del sabinianismo, para proponer una nación integrada por simbiosis de sus dos componentes demográficos, con identidad dual e inserción autonómica en el Estado. Algo que las dos ramas abertzales se empeñan en destruir, por lo cual desde una perspectiva democrática no cabe convergencia estratégica con las mismas.
La visión histórica desplegada en su último artículo permite constatar que el cordón umbilical con el sabinianismo no ha sido cortado. Las referencias al episodio de la Constitución de Bayona tienen todo el rancio sabor a literatura posromántica que encontramos en la tragedia ‘Libe’ de Sabino. El presidente vasco de la Asamblea allí reunida por Napoleón se dirige al corso para anunciarle que su deseo de hacerse con las Indias se vería contrariado ya que los «vascos mandan» en América y de tocarse a los fueros, el continente iría a la independencia. Como si los vascos de América fueran a conmoverse fuero más o fuero menos, como si tuvieran poder allí en tanto que vascos, y sobre todo, como si su condición de odiados gachupines no fuera ya en sí misma aliciente decisivo para impulsar a los criollos hacia la independencia.
Por otra parte, como acaba de explicar Ignacio Fernández Escalante, la llamada Constitución de Bayona, fue una Carta otorgada, ni siquiera por José I, sino por Napoleón, con retoques de unos notables reunidos en Bayona por voluntad del emperador. Así que de Constitución española, nada más que el nombre. Nuestro exégeta centra además sus iras en la «maldita guerra de Independencia», a la que de inmediato rebaja la calificación sugiriendo que fue «guerra civil» (¿dónde estuvo el ejército español de José I, otra cosa es que hubiera afrancesados?) e «internacional», dimensión que ciertamente adquirió en la segunda mitad de 1808 sin perder su carácter originario. En vez de ‘Mater dolorosa’, le hubiera sido más útil ir a los documentos. Le sugiero una consulta de mi libro ‘Luz de tinieblas’, no por supuesto para que lea mi texto, sino para que compruebe en todos los escritos desde mayo de 1808 el protagonismo de la Independencia como objetivo central de la lucha. «Maldita», sí, pero por culpa de los ocupantes, quienes de rechazo dieron lugar a lo que se denominó muy pronto «la revolución española».
Puestos a buscar vascos, los encontramos en la gestación ideológica de la revolución liberal, como Valentín de Foronda o Manuel de Aguirre, el amigo de Cadalso, quien en 1787 se atreve a publicar un extracto entrecomillado del ‘Contrato social’ de Rousseau y un proyecto de «código constitucional», literalmente así nombrado, de inspiración norteamericana, en el ‘Correo de los Ciegos’ de Madrid. Los Fueros vascos son ya, como vuelven a serlo en 1808, ejemplo de una organización política orientada hacia el liberalismo.
Todavía el protagonista es Vizcaya, por su fuero. En el siglo XIX el denominador común del idioma llevará a primer plano Euskalerria, clave de un nacionalismo cultural que solo se traduce en político, como Euskal Herria en la segunda mitad del siglo XX. Una extrapolación explicable desde el irredentismo abertzale, por cuanto solo una concepción esencialista permite aun absorber sin más a Iparralde y Navarra como componentes de la nación vasca. Votos cantan. Si damos por natural semejante despropósito, únicamente falta rematarlo en la norma: al lado de la Constitución española, una Constitución de Euskal Herria. Esencias mandan. Solo que pretender cocer un huevo simultáneamente en dos ollas constituye un sinsentido. Salvo que se esté proponiendo lo que indicaba la música de la Orquesta Mondragón entonada en 1981 por los miembros de Euskadiko Ezkerra frente a la Internacional: «Vamos todos juntos, a otro lugar».
Antonio Elorza, EL CORREO, 12/6/12