Un huevo y una castaña

ABC 25/03/14
JUAN CARLOS GIRAUTA

· Artur Mas, que no se metía en política cuando caían chuzos de punta, corre a la Carrera de San Jerónimo a hacerse un selfie propagandístico delante del féretro

Estaba cantado lo que iba a pasar con Suárez de cuerpo presente, el presidente que, según la exacta portada de ayer «inventó otra España». La elegía, el panegírico y la hagiografía no agotan las formas discursivas en que sus más encarnizados enemigos, en coro con los más viles traidores a su causa, cantan las alabanzas de su víctima. De nuestro benefactor. No aludo, por supuesto, a la invencible vocación necrológica de nuestra profesión, que va en la naturaleza del columnista o del redactor. Me refiero a las aportaciones espontáneas de quienes estarían obligados a permanecer callados si hallaran un adarme de vergüenza.

Hablo de lo que hablo: de un tipo particular de aves de la política. Conste que no creo oportuno aquí y ahora –aunque allá cada cual– señalar con el dedo, pedir negritas, poner nombre, apellido y dignidad (es un decir) a los conmilitones que le partieron las piernas, a los socialistas dispuestos a todo con tal de derribarlo. Aquí, la verdad, los comunistas no tienen tacha. Lo suyo en este momento sería aprovechar la catarsis: si Felipe González y José María Aznar se dan la mano a unos metros del cadáver, si el final físico de Suárez es capaz de devolverle sentido a las palabras que conformaron el entramado semántico de la Transición, de la reconciliación, de la libertad en el único sentido político posible, bienvenido todo. Pero hay cosas por las que uno no puede pasar, como que Artur Mas, que no se metía en política cuando caían chuzos de punta, corra a la Carrera de San Jerónimo a hacerse un selfie propagandístico delante del féretro. Hasta Miquel Roca lo ha visto: «Este es un mal momento para instrumentalizar la figura».

Poniéndose moralmente de puntillas, ha querido el presidente de la Generalidad compararse con Adolfo Suárez: «Se atrevió, actuó con gran valentía, arriesgó, ganó y se quemó o lo quemaron». Solo la última parte del paralelismo le va a encajar, porque Suárez y Mas representan, precisamente, lo contrario. El uno es el hombre que construye; el otro es el que quiere destruir. El uno busca y logra la concordia de un pueblo cuarteado que, en otras manos, colapsaría; el otro busca y logra el fraccionamiento de un pueblo que convive tranquilo y que, en otras manos, seguiría haciéndolo. El uno pare una Constitución; el otro quiere liquidarla o desfigurarla hasta su absoluta pérdida de sentido. El uno es un patriota y, por tanto, ama lo que considera propio; el otro es un nacionalista y, por tanto, odia lo que considera ajeno. El uno gobierna bajo el riesgo permanente de una insurrección militar; el otro se vale de las ventajas de la democracia para azuzar una insurrección civil. El uno cree en la libertad («El mañana no está escrito. Ustedes y solo ustedes lo van a escribir»); el otro cree en el determinismo, en el historicismo identitario. El uno coge las Cortes de un régimen autoritario y consigue que se auto disuelvan; el otro coge un parlamento democrático y consigue que se encastille. El uno trae la pluralidad; el otro aspira a la unanimidad. El uno se deja vapulear por los medios de comunicación, aguanta aunque duela; el otro configura listas de periodistas según afinidades y lleva a algunos a los tribunales. El uno se juega el tipo por las libertades y derechos individuales; el otro pone en riesgo a los demás por primar unos supuestos derechos colectivos. El uno quedará ligado para siempre a «libertad sin ira», quiere que todos quepan; el otro administra indirectamente una ira sin libertad, no quiere disidentes.