- Patriotas fueron los hombres que diseñaron sin gestos ni palabras grandilocuentes nuestra Transición democrática, soportando la incomprensión e incluso la acusación de traidores
Es así. Por más que acabemos de celebrar la fiesta de la Hispanidad, la palabra ‘patriotismo’ no nos sugiere un valor en alza. Se cotiza tan poco en la bolsa de nuestra vida nacional que solo remite a grandes hazañas, a gestas en las que alguien se jugó la vida generosamente en la defensa de nuestra nación. Y, sin embargo, hay formas de patriotismo más discretas que las de los episodios bélicos. Patriotas fueron los hombres que diseñaron sin gestos ni palabras grandilocuentes nuestra Transición democrática, soportando la incomprensión e incluso la acusación de traidores. Patriotas, en el sentido más hondo y modesto del término, hoy son aquellos a los que les importa España, pero que no se van a atribuir ese título por puro sentido del pudor. He pensando en ellos leyendo un libro que acaba de publicar el historiador Guillermo Gortázar bajo el provocador y enigmático titulo de ‘El secreto de Franco’. Lo que nos cuenta en él, con rigurosa documentación, es que el testamento que el dictador dejó a su muerte no fue obra suya, sino un texto que concibió y redactó un ciudadano que no tenía que ver nada con el aparato del Régimen, ni con la política siquiera, pero al que le preocupaba y le desvelaba el destino problemático que podía esperarle a nuestro país tras la muerte del general que había asumido desde la Guerra Civil la Jefatura del Estado.
Ese hombre, que no buscó ningún papel relevante en la historia, fue un prestigioso arquitecto a quien nadie hubiera podido imaginar como actor secretamente estelar en esas complejas lides. Esta es la gran sorpresa del libro de Gortázar, que no pienso reventar metiéndome en el laberinto por el cual aquel texto de ‘un simple aficionado’ llegó a manos del dictador moribundo, que no solo se dignó a hacerlo suyo sino a reproducirlo de su puño y letra en un precario estado de salud que no le auguraba mucho tiempo de vida. Para entender lo que les cuenta ese libro, yo les propongo una escena novelesca, que no aparece en él, apelando a su imaginación de lectores: la escena de un hombre en el salón de su domicilio durante una noche de insomnio de 1975. Ese hombre ronda los cincuenta años y presenta una cabeza todavía poblada, aunque las canas ya han empezado a clarearla. También presenta unas acentuadas ojeras que se remarcan con la penumbra de esas horas nocturnas.
Acaba de dejar sobre uno de los sillones un periódico abierto de par en par en las páginas que informan del delicado estado de salud del general. La lectura del informe clínico lo ha dejado pensativo, inquieto. Le ha quitado el sueño. Entiéndase bien, no estamos ante un franquista ni ante un hombre de izquierdas tampoco. Estamos ante un burgués cincuentón y culto, habituado a viajar fuera de nuestro país, que simplemente piensa con una preocupación cabal en el rumbo que pueden tomar los acontecimientos ante lo que se anuncia como la antesala de la muerte del anciano que ha sostenido un régimen durante casi cuatro décadas. Nuestro hombre es consciente de que, con ese anciano, muere ese régimen, así como del consiguiente desnorte político que puede abrirse en una España sin tradición democrática y con un buen número de fuerzas tanto de izquierda como de derecha que aguardan el vacío de poder que va a producir la desaparición de esa figura. Ese hombre piensa en los atentados de ETA que no dejan de ilustrar la prensa de esos días. Piensa en los sectores involucionistas y en cuantos tienen la consigna de «cuanto peor, mejor». Piensa en un Ejército desconcertado al que algunos tratarán de azuzar de forma irresponsable, así como en la incapacidad de la clase política que ha vivido al calor de la dictadura y que se aferrará a un continuismo ajeno a la realidad y extemporáneo.
Estamos, sí, ante un hombre tranquilo, sensato, de clase acomodada, pero poseedor de dos rasgos inusuales: un sincero sentido patriótico y una cierta capacidad creativa que le ha convertido en arquitecto de prestigio internacional, capaz de crear escuela y de hacerse con un estilo propio. Patriotismo y originalidad. Esas son las dos virtudes que le separan de la medianía de sus paisanos y que le hacen vivir esas horas con un desasosiego poco común. Nuestro hombre pasea por el salón. Se acerca al mueble bar y se sirve una copa de brandy. Luego se enciende un cigarrillo y se asoma a la terraza que da a una calle céntrica de un Madrid vacío a esas horas de la madrugada. Es entonces cuando se le iluminan los ojos de una manera inesperadamente febril y cuando corre con la copa y el cigarrillo al despacho donde habitualmente trabaja y que se halla cercado de libros, planos, fotografías y diplomas. Con urgencia enciende el flexo de la mesa y se sienta ante la máquina de escribir. Durante media hora aporrea las teclas sin descanso como un escritor que concibiera una idea para una novela. Ese hombre se llama Javier Carvajal Ferrer y lo que ha escrito en un par de folios no es un relato de ficción ni un poema. Acaba de escribir la carta que –ha pensado– debería dejar firmada Franco a modo de testamento político para impedir que la España que le suceda a su muerte no se precipite en un regreso al horror del pasado.
No. No estamos ante un tipo normal aunque lo parezca, sino ante un insólito patriota, un señor burgués y de orden pero poseedor de un demonio interior que por unos minutos le ha convertido en un auténtico visionario. Un ciudadano con una cabeza muy especial en la que cabe el inusual don de la visión histórica. Y también ante un actor en cierto modo. Carvajal se ha sabido poner en la propia piel de Franco, ha robado a este con noble malicia su voz durante media hora y ha redactado el legado escrito que a él le gustaría ver impreso en un periódico al día siguiente del fallecimiento del militar que ganó la Guerra Civil. Carvajal, sí, ha suplantado a Franco y ha tecleado con un talento literario insuperable las frases no exentas de la teatralidad histriónica del viejo dictador, pero tampoco del don de la oportunidad para librar a nuestro país de un destino incierto: «… os pido que perseveréis en la unidad y en la paz y que rodeéis al futuro Rey de España, don Juan Carlos de Borbón, del mismo afecto y lealtad que a mí me habéis brindado…».
Es en esas palabras con las que pide para el nuevo Jefe del Estado la lealtad que los Ejércitos y los hombres del régimen han tenido hacia él donde reside la gran clave de la paz social que marcó nuestra Transición. Gracias a ellas, quien no era un demócrata convencido las tomó como una última orden del hombre al que más respetaba y veneraba. Con esas palabras el llamado ‘Búnker’ quedó reducido a una expresión mínima, Y se produjo un fenómeno que es ciertamente una contradicción ‘in terminis’, pero a la cual debemos la paz de medio siglo: había nacido el franquismo constitucionalista. Carvajal sabía que la lógica no era nuestra gran virtud colectiva y puso sobre ella el sentido de la lealtad. Los que hoy quieren enfrentarnos a ese oxímoron y dinamitarlo carecen de una y de otra. Pero frente a ellos, uno simplemente se atreve a proponer el ejemplo de aquel hombre ajeno a las gresca política, de aquel arquitecto que pensó en los cimientos de nuestra convivencia y en todo lo que no piensa una gran parte de la clase política de nuestro país. Creo que, tras este 12 de octubre sobre el que se han cernido tantas nubes y sombras, su lección sirve, su lección sirve para que reparemos en que ese modo de querer a España sin grandes gestas está al alcance de cualquiera que sienta lo que aquella luminosa noche sintió el gran Carvajal.