Ignacio Camacho-ABC
- La presencia de Begoña Gómez ante un jurado augura un espectáculo de tensión paroxística, un clímax de crispación disruptiva
Cuando el entonces ministro Belloch alumbró la ley del jurado, figura sobre la que pesa un clásico debate jurídico español desde hace un siglo largo, optó por el modelo de inspiración anglosajona en vez de la fórmula mixta del escabinato. Su instauración en nuestro sistema de justicia, prevista en la Constitución, es pues una medida legislativa socialista, aunque de una etapa con la que el partido actual no se siente muy cercano. Por eso las críticas del sanchismo a la judicatura son contradictorias con sus protestas ante la decisión del juez Peinado; si alguien cree de veras que hay persecución del estamento judicial no debería llamarse a escándalo porque la esposa del presidente vaya a ser juzgada por nueve ciudadanos.
Cuestión distinta es que la instrucción del sumario sobre Begoña Gómez esté exenta de polémica. El magistrado tiende a ejercer su función de una manera algo compulsiva que deja dudas en muchos de sus colegas, y de hecho algunas de sus disposiciones han sido ya revocadas por el Supremo y por la Audiencia. Habrá recursos, y será un tribunal profesional, como esos que el Gobierno tiene entre ceja y ceja, el encargado de decidir sobre su pertinencia. Según el ordenamiento vigente cabe someter la acusación de malversación a un jurado popular, si bien se contemplan excepciones cuando existen presuntos delitos concurrentes –como en los ERE, por ejemplo– que en este caso Peinado ha reservado para otra pieza.
Si la decisión se confirma, el juicio promete una tensión paroxística. La principal y muy razonable objeción antijuradista es la de que se trata de un procedimiento que favorece la emocionalidad y el subjetivismo en un ámbito donde debería primar una estricta ponderación objetiva. No es difícil barruntar el espectáculo de crispación, presiones abiertas u oblicuas, expectación mediática y ruido social que entrañaría una vista oral cargada de nitroglicerina política; un clima de estrés explosivo al que resulta prácticamente imposible que los componentes del jurado se resistan por muy templada que sea su fibra. Y mira que después de un fiscal general en el banquillo era difícil elevar el grado de la anomalía disruptiva.
Pero bajo el mandato de Sánchez no queda sitio para hipótesis inimaginables. Su desenvoltura o su ausencia de escrúpulos para cruzar límites éticos o saltar sobre convenciones institucionales ha convertido la democracia en un campo de Agramante, un páramo de confusión donde los asuntos públicos quedan supeditados a sus intereses particulares y donde la ambición de poder del presidente anula cualquier atisbo de admisión de responsabilidades. Si considera útil abrir una crisis de Estado o un choque de legitimidades lo hará sin reparo de llevarse el sistema por delante. Hasta que la aventura acabe como suele acabar esta clase de lances: en medio de un crujido de estructuras a punto de derrumbarse.