ENRIQUE GIMBERNAT-EL MUNDO

Hoy arranca en el Tribunal Supremo un juicio histórico: 12 líderes secesionistas se sientan en el banquillo y se enfrentan a acusaciones que van desde desobediencia grave hasta rebelión agravada con malversación.

AL MENOS desde la Resolución 1/XI, aprobada por el Parlament el 2 de noviembre de 2015, por la mayoría absoluta de JxSí y de la CUP, con la que se iniciaba «un proceso de creación de un Estado catalán en forma de República», «proceso de desconexión democrática no [supeditado] a las decisiones de las instituciones del Estado español, en particular del Tribunal Constitucional», los dirigentes independentistas catalanes dieron comienzo a una carrera demencial e irracional que, por serlo, no es accesible a ser contrarrestada por ninguna clase de argumentos basados precisamente en la razón.

Es inútil hacerles ver que se han situado fuera de la Ley (del imperio de la ley, que es una de las conditiones sine quibus non del Estado democrático de Derecho), ya que cuando el pueblo catalán aprobó la Constitución Española (CE), en 1978, con el 90,46% de los votos emitidos, aprobó también el procedimiento para reformarla (arts. 166 ss. CE), en el que, por supuesto, no figura que pueda ser modificada por una ley del Parlament. Igualmente es un esfuerzo destinado al fracaso tratar de convencer a los independentistas con argumentos –porque se tapan los oídos– de que el Derecho internacional –al que ellos apelan sin mencionar ninguna disposición de ese Derecho (porque no existe) que ampare su pretensión– no sólo no reconoce a los catalanes un supuesto «derecho a decidir», sino que sucede todo lo contrario: las normas internacionales (Resoluciones 1514 y 2625 de la Asamblea General de Naciones Unidas) atribuyen el derecho de autodeterminación sólo en supuestos de colonialismo o bien cuando existe una discriminación racial o una discriminación de los ciudadanos en su vida pública o en sus relaciones económico-sociales de carácter privado, prohibiéndose expresamente ese derecho a decidir precisamente en supuestos como el de Cataluña: «Todo intento encaminado a quebrantar total o parcialmente la unidad nacional y la integridad de un país es incompatible con los propósitos y principios de la Carta de las Naciones Unidas» (Principio 6 de la Resolución 1514), pudiendo leerse de igual manera, en la Resolución 2625 de la Asamblea, que el derecho de autodeterminación no puede «entender[se] en el sentido de que autoriza o fomenta cualquier acción encaminada a quebrantar o menospreciar, total o parcialmente, la integridad territorial de Estados soberanos e independientes», que «estén, por tanto, dotados de un gobierno que represente a la totalidad del pueblo perteneciente al territorio, sin distinción por motivo de raza, credo o color».

Prescindiendo de todo argumento que pueda fundamentar una afirmación así, un día sí y otro también los independentistas catalanes alegan que España no es un país democrático o, incluso, que es franquista, cerrando los ojos al Democracy Index, elaborado por la Unidad de Inteligencia de The Economist, según el cual, y entre 167 países, España ocupa el lugar 19, por delante de Estados como EEUU (25), Portugal (27), Francia (29), Bélgica (31) o Italia (33). Cuando esos mismos secesionistas se quejan, sin fundamentarlo, de la falta de independencia de los tribunales españoles y de su poco respeto por los derechos humanos, la formulación de esa queja –que a veces se hace verbalmente y otras por vías de hecho, como cuando elementos independentistas arrojan excrementos a los edificios de los juzgados de Cataluña– sólo es posible porque huyen, como de la peste, de leer cualquier estadística o documentos oficiales que informen sobre la realidad, a saber: que España ocupa una posición privilegiada en relación con otros países europeos que han sido condenados por sentencias del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH), ya que España se encuentra entre los países con la ratio más baja de condenas por ese Tribunal, siendo superior la de otros Estados como Austria, Bélgica, Francia, Italia, Portugal o Suiza. Así, por ejemplo, y como recordaba recientemente el fiscal Álvaro García Ortiz, ex presidente de la Unión Progresista de Fiscales, las condenas contra España, tal como figuran en la colección de resoluciones del TEDH, «es un buen termómetro de la realidad de la calidad democrática y del respeto a los derechos humanos de nuestro país», ya que, «entre los años 1979 y 2017, España, con 45 millones de habitantes, ha sido condenada por el Tribunal Europeo en 103 sentencias, mientras que Francia, en el mismo periodo, con 66 millones de personas, lo ha sido en 728 ocasiones».

Esta incapacidad de acceso a argumentos racionales encuentra su explicación en el narcisismo omnipotente que caracteriza a toda ideología nacionalista fomentada en Cataluña, desde hace muchos años, por los partidos independentistas, por su control de la educación, por su mediatización de los medios de comunicación (muy especialmente de TV3 y Catalunya Ràdio) y por la continua actividad propagandística, en las calles y fuera de ellas, de organizaciones subvencionadas como la Assemblea Nacional Catalana (ANC), Ómnium Cultural, Associació de Municipis per la Independència, así como los CDR. Esa ceguera y narcisismo nacionalistas, esa irracionalidad, no constituyen un fenómeno nuevo propio de Cataluña, ya que encontraron su manifestación más exacerbada en los nacionalismos del siglo XX («… la peor de las pestes: el nacionalismo», Stefan Zweig), cuyas espantosas consecuencias han marcado para siempre la historia universal de la pasada centuria.

POR LO DEMÁS, el juego del escondite de los días previos al referéndum del 1-O, con la «travesura» de presentar, el 29 de septiembre de 2017, en una rueda de prensa convocada por Oriol Junqueras, Jordi Turull y Raül Romeva, la urna de plástico destinada a la consulta, o el «cachondeo» de los asistentes a los mítines de los partidos independentistas de corear entre risas: «On estan les paperetes?, les paperetes on estan»?, muestran hasta qué punto los secesionistas se habían creído sus propias mentiras, pensando que se dirigían hacia un acontecimiento festivo, cuando la realidad que habían negado era que todo ello constituía la antesala de una tragedia que, además de afectar dolorosamente, personal y judicialmente, a los organizadores y cooperadores del referéndum, iba a provocar en Cataluña y en el resto de España una crisis y unos enfrentamientos terribles entre los españoles de dentro y fuera de Cataluña que anuncian un triste destino para todos nosotros durante los próximos años o décadas.

Dicho todo esto, en el juicio que hoy se inicia en la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo (TS) a los 12 acusados –no a todos se les atribuyen los mismos delitos y no todas las acusaciones (Ministerio Fiscal, Abogacía del Estado, acusación popular) coinciden en la calificación jurídica de los hechos– por rebelión, sedición, malversación, desobediencia y organización criminal se les presume inocentes. Esto quiere decir que ninguno de ellos tiene que demostrar su inocencia, sino que es a las acusaciones a las que se exige que, apoyándose en las pruebas de cargo, sean capaces de destruir esa presunción.

Las diligencias practicadas en la instrucción no constituyen prueba –salvo excepciones como, por ejemplo, cuando un testigo que ha declarado en instrucción no puede hacerlo en el juicio oral por haber fallecido–, sino que la función instructora se agota en la preparación del juicio: sólo las pruebas practicadas en el juicio, bajo los principios de oralidad, publicidad, contradicción e inmediación son aptas para destruir la inocencia que se presume de todos los acusados.

En España los juicios penales están presididos por un garantismo modélico. En el presente caso, para afianzar aún más, si cabe, ese garantismo, el tribunal está compuesto por siete magistrados –y no por tres o cinco, como es lo habitual–, los acusados sólo se sentarán en el banquillo en el momento de su declaración, acomodándose en estrados, junto a sus abogados, durante el resto de las sesiones del juicio oral, a fin de que en todo momento puedan intercambiar opiniones para su mejor defensa. Finalmente, todas las sesiones del juicio oral serán transmitidas en directo por televisión, de tal manera que cualquier ciudadano –exactamente igual que los magistrados que componen el tribunal– podrá tener acceso a todas la pruebas que se practiquen, con lo que podrá fiscalizar si, en su opinión, en la sentencia dictada por aquéllos se han valorado o no correctamente dichas pruebas.

La Sala ha admitido la prueba testifical de casi 600 testigos que declararán a lo largo de varios meses, siendo muy flexible a la hora de admitirlas, también las propuestas por las defensas; no obstante, si los letrados defensores estiman que algunas de las pruebas testificales no admitidas eran pruebas de descargo pertinentes y necesarias, siempre les quedará la posibilidad de recurrir ante el Tribunal Constitucional (TC) y, en su caso, ante el TEDH, alegando que, con la inadmisión de esas pruebas, se ha vulnerado el derecho fundamental de defensa de los acusados.

La sentencia que finalmente se dicte tendrá que declarar qué hechos cometidos por los acusados han quedado probados, sin que ello se pueda hacer de manera voluntarista y sin razonarlo suficientemente, ya que «las sentencias serán siempre motivadas» (art. 120.3 CE). De tal manera que, si la «motivación… es insuficiente, pues está desprovista de razonabilidad, desconectada de la realidad de lo actuado», se habrá vulnerado el derecho fundamental del acusado (consagrado en el art. 24.1 CE) a la tutela judicial efectiva (así, por todas, STC 101/2015, de 25 de mayo), que podrá acudir al TC y, en su caso, al TEDH para que se le restablezca en su derecho vulnerado. Lo acertado o no de la motivación de los hechos declarados probados en la sentencia podrá ser valorado también por cualquier ciudadano que haya seguido la sesiones del juicio oral por televisión, ya que habrá tenido acceso a las mismas pruebas de las que ha dispuesto el tribunal sentenciador, pudiendo concluir, con ello, si se ha vulnerado el derecho a la tutela judicial efectiva, para el caso de que el tribunal hubiera seguido «un proceso deductivo irracional o absurdo» (por todas, STC 298/2006, de 21 de julio).

PERO SI el tribunal ha seguido un proceso racional para fijar qué hechos han sido declarados probados, todavía queda por determinar si tales hechos son subsumibles, encajan en algún o algunos tipos del Código Penal. También en este proceso intelectual de subsunción se pueden vulnerar derechos fundamentales de los acusados, porque si el tribunal subsume esos hechos en un determinado tipo penal –por ejemplo, en el de rebelión, que exige un alzamiento «violento»– e interpreta el contenido y el alcance de la descripción legal de ese delito mediante «una argumentación arbitraria, manifiestamente irrazonable e incursa en error patente», entonces se habrá vulnerado, de nuevo, el derecho de los acusados a la tutela judicial efectiva y, en su caso, si la interpretación del correspondiente tipo penal incurre en analogía prohibida, porque se ha excedido de sentido literal posible de las palabras, se habrá infringido, además, el principio de legalidad (art. 25.1 CE). En el caso de que se produjeran en la sentencia estas eventuales infracciones de derechos fundamentales, los acusados podrían acudir también ante el TC y, en su caso, ante el TEDH para ser restablecidos en sus derechos vulnerados.

Hoy mismo se sientan en el banquillo de los distintos tribunales españoles miles de acusados, la mayoría de los cuales, si no todos, proclaman su inocencia. Pero su desfachatez no llega hasta el punto de Torra y de otros políticos independentistas de pedir que no se celebre el juicio o de que, si se hace, la sentencia tiene que ser absolutoria, a pesar de que, como no son adivinos, desconocen qué pruebas se van a practicar en el juicio oral, que es la única sede donde se puede acreditar, fundadamente, y con todas las garantías, la presunta inocencia de los acusados.

Naturalmente que se puede estar o no de acuerdo con las sentencias de los tribunales nacionales e internacionales, pero lo que no se puede es no acatarlas, porque se entiende por sí mismo que no son las partes –en este caso los acusados– ni sus amigos los que pueden decidir imparcialmente si son inocentes o culpables, sino que son terceros, es decir: que son tribunales independientes los únicos que, de manera vinculante, pueden decidir, mediante sentencias absolutorias o condenatorias, sobre la inocencia o culpabilidad de los acusados.

El día en que Torra y demás políticos secesionistas tomen alguna conciencia de lo que es un proceso penal garantista y del derecho que se les confiere a los acusados de poder acceder, si no están de acuerdo con la sentencia de instancia, al TC y al TEDH –encargado de examinar si las sentencias nacionales han respetado o no el Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y Libertades Fundamentales– ese día tanto los acusados, como Torra, como los políticos independentistas, habrán empezado a comprender lo que es un Estado de Derecho.

Enrique Gimbernat es catedrático de Derecho Penal de la UCM y miembro del Consejo Editorial de EL MUNDO. Sus últimos libros son El comportamiento alternativo conforme a Derecho (BdF, 2017) y El Derecho penal en el mundo (Aranzadi 2018); en el primero se contiene también una Autosemblanza del autor y en el segundo, muchos de los artículos que ha publicado en este periódico durante los últimos años.