Javier Tajadura-El Correo
Lo ocurrido ayer con la elección del presidente del Parlament presagia que el de la Generalitat será designado de forma ilegal. No hay posibilidad jurídica de que Puigdemont sea investido legamente
La sesión constitutiva del nuevo Parlament catalán, celebrada ayer, sirvió para que las fuerzas políticas independentistas se hicieran con el control de su órgano rector, la Mesa de la Cámara. Los partidarios de la secesión lograron cuatro de los siete puestos, incluida la presidencia. Roger Torrent fue elegido presidente del Parlament con el respaldo de 65 diputados, incluyendo los tres que se encuentran en prisión y a los que el presidente de la Mesa de edad, en su condición de presidente provisional, les permitió delegar su voto. La elección del candidato propuesto por ERC, Roger Torrent, como nuevo máximo responsable del Legislativo catalán fue el resultado de un acuerdo político alcanzado por las fuerzas independentistas para investir, a finales de enero, a Carles Puigdemont como presidente de la Generalitat.
Desde un punto de vista jurídico, la elección de la Mesa fue claramente ilegal, por lo que el Gobierno debería impugnarla. El reglamento de la Cámara y la propia lógica del parlamentarismo impiden que un diputado preso pueda delegar el voto. El voto es un acto personalísimo e indelegable. Ciertamente, el reglamento prevé una discutible excepción, pero no puede aplicarse al caso que nos ocupa. Se admite la delegación en caso de enfermedad, hospitalización, o baja por maternidad. La finalidad de esta excepción es evitar que la aritmética parlamentaria resulte alterada por una circunstancia relativa a la salud de un miembro de la Cámara. Ahora bien, para lograr este resultado no era necesario modificar el reglamento y violentar el principio de indelegabilidad del voto. Para el correcto funcionamiento de un sistema parlamentario el respeto a los usos y reglas no escritas es más importante que el propio reglamento. Y entre esas reglas no escritas figura la de que no resulta admisible aprovechar una ausencia motivada por razones de salud para ganar una votación. En todo caso, la falta de cultura política determinó que el reglamento fuera modificado para impedir, en la práctica y de forma efectiva, este tipo de situaciones. Lo que no resulta admisible es entender –como hizo ayer Ernest Maragall en su condición de presidente de la Mesa de edad siguiendo la absolutamente improcedente sugerencia del magistrado del Tribunal Supremo Pablo Llarena– que la permanencia en prisión supone un supuesto de «incapacidad prolongada» similar a una situación relativa a la salud y, por tanto, justificadora de una posible delegación del voto. La delegación de voto fue ilegal y esa ilegalidad vició todo el procedimiento, por lo que la elección de la Mesa no debe reputarse válida.
El auto del Juez Llarena del viernes pasado en el que, expresamente, solicitaba a la Mesa que permitiera a los diputados presos delegar su voto incurrió, claramente, en un exceso de jurisdicción, esto es, invadió competencias de otros órganos. En principio, un juez no puede pedir a un Parlamento que modifique su reglamento. Y mucho menos instar a una modificación que atenta contra un principio esencial del parlamentarismo como es la indelegabilidad del voto. La función del juez, en su condición de instructor de un sumario por delitos de la máxima gravedad, debió limitarse a decidir la continuidad, o no, de la prisión provisional de los investigados.
No corresponde al juez resolver los problemas que la permanencia en prisión de un diputado investigado por delitos graves pueda tener en el ámbito parlamentario. Esos problemas deben ser resueltos por el legislador que, incomprensiblemente, sigue sin adoptar ninguna medida al respecto. Para evitar situaciones como las que comentamos se debería modificar la Ley Orgánica de Régimen Electoral para establecer que una persona investigada por delito de rebelión, u otro de similar gravedad, no pueda ser elegible. Y ello por la sencilla razón de que estos delitos, por su propia naturaleza y peligrosidad, normalmente conducen a situaciones de prisión provisional. Las Cortes Generales deberían aprobar, sin demora, esta reforma y, en cualquier caso, hacerlo antes de las previsibles nuevas elecciones catalanas que habrá que celebrar si, en dos meses, no se inviste –legalmente– a un presidente de la Generalitat.
Lo ocurrido ayer presagia que el futuro presidente de Cataluña será elegido de forma ilegal. No existe ninguna posibilidad jurídica de que el prófugo Puigdemont sea investido legalmente. La investidura exige también la presencia física del candidato. En este contexto, y respecto a la pretensión de investir a Puigdemont, solo caben dos opciones: o bien, regresa a España, en cuyo caso será detenido y no podrá presentar su programa a la Cámara; o bien, permanece en Bruselas, y presenta su programa por videoconferencia, en cuyo caso su elección será manifiestamente ilegal. En ese supuesto, el Gobierno la impugnaría ante el Tribunal Constitucional y su decreto de nombramiento nunca sería firmado.
En ese contexto, la aplicación del artículo 155 se prolongará más allá de los dos meses que algunos, ingenuamente, preveían. La intervención de Cataluña solo concluirá cuando el Parlament –este o el que le suceda– sea capaz de elegir un presidente de la Generalitat con arreglo a Derecho, y evidencie así su compromiso con la legalidad.