Un milagro para Cataluña

ABC 14/10/13
JUAN MANUEL DE PRADA

Partiendo de un igualitarismo que no reconoce privilegios históricos a ninguna región, se han repartido privilegios a troche y moche

Lo escribía Tirso de Molina, recordando una visita del rey Carlos I a Barcelona: «La lealtad de Cataluña, si en conservar sus privilegios es tenacísima, en servir a sus reyes es sin ejemplo extremada». Y, en efecto, si repasamos nuestra Historia remota, descubriremos que todos los conflictos que estallan en Cataluña durante siglos se explican por agresiones a sus privilegios, que los catalanes defienden tenacísimamente: así ocurre en 1640, durante la Guerra de los Treinta Años, cuando Olivares pretendió imponer a Cataluña una contribución en tropas y en dinero que violaba sus fueros; y así ocurrió en 1714, durante la Guerra de Sucesión, en la que Cataluña se adhiere al bando que finalmente resultaría perdedor. Consecuencia de aquella Guerra de Sucesión fue la abolición de los fueros de los territorios de la Corona de Aragón, mediante los llamados Decretos de Nueva Planta, que a la larga sería aprovechada por el nacionalismo como coartada para fomentar la conciencia de agravio histórico, frente a otras tierras de España que los conservaron. Yo siempre he tenido estos igualatorios Decretos de Nueva Planta, que habitualmente se consideran un hito del Progreso, por una de las mayores calamidades de nuestra historia, puesto que pretendieron refutar la tradición política española, fundada en la unión de sus tierras mediante el reconocimiento de sus derechos históricos.

Aquellos Decretos fueron una herida irrestañable en la realidad biológica de España; y en esa herida seguirían hurgando todas las pretensiones políticas empeñadas en fundar la nación sobre tesis puramente contractualistas. Pero, pese a todo, Cataluña siguió sirviendo a sus reyes con lealtad, como quedó probado en los heroicos episodios del Bruch o en el asedio de Gerona, durante la guerra contra los gabachos. Y a catalanes orgullosos de ser españoles los seguiremos encontrando mucho después, en las artes, el ejército o la política. Tal vez porque –como constató Prat de la Riba, uno de los impulsores más acérrimos del nacionalismo catalán– «el ser de Cataluña seguía pegado como los pólipos al coral del ser castellano». ¿Y cómo lograr que el ser catalán se despegase? Prat de la Riba, en frase célebre y estremecedora, reconoce que «esta obra no la hizo el amor, sino el odio». En esta obra odiosa, el nacionalismo se sirvió, paradójicamente, del mismo concepto contractualista de nación que los enemigos de los fueros habían logrado imponer: a fin de cuentas, si nación es una mera colectividad humana asentada sobre un territorio definido y dotada de una autoridad soberana que emana de sus miembros, ¿por qué Cataluña no va a poder erigirse en nación?

En un infructuoso esfuerzo por evitar este inevitable proceso disgregador ínsito en el concepto contractualista de nación, se ha hecho un pan como unas tortas, mediante el llamado «Estado de las autonomías». Partiendo de un igualitarismo que no reconoce privilegios históricos a ninguna región, se han repartido privilegios a troche y moche, sin fundamento histórico alguno, en un proceso que no ha hecho sino generar agravios entre las regiones, a la vez que despertar la voracidad nacionalista, que en la petición incesante de nuevos privilegios creados ex novo ha hallado un incesante filón. Si Cataluña ha de seguir siendo española no lo será por los vanos y patéticos intentos de parchear los rotos creados por el arrumbamiento de la tradición política española, sino porque del ser de Cataluña brote un impulso biológico que se rebele contra la obra del odio. ¿Que se requiere un milagro para que ese impulso renazca? «Mi corazón espera también, hacia la luz y hacia la vida, otro milagro de la primavera».