Iván Igartua-El Correo
- Una cultura del rendimiento feroz: tanto publicas, tanto vales
Anda estos días un tanto alborotado el patio universitario. Y no me refiero, que podría, a los botes de humo, pintadas masivas y destrozos varios con que la muchachada ultra-lo-que-sea disfruta torturando a capricho el frágil paisaje de los campus provinciales de la Universidad pública vasca. Una Universidad a la que están vinculados por vía de matrícula y en cuya estructura docente algunos de sus predecesores en la lucha sin cuartel contra el enemigo han acabado integrándose apaciblemente.
A la áspera palestra de la actualidad ha saltado, de un lado, la decisión de la Universidad Autónoma de Barcelona de apartar temporalmente de la docencia a un profesor por presunto abuso de poder (entreverado de tintes velada o abiertamente sexuales) y, de otro, la suspensión de un investigador de la Universidad de Córdoba por firmar sus publicaciones en representación de otras instituciones (una saudí y otra rusa, por más señas). Al lingüista aparentemente abusón y concupiscente, al que perdía su querencia por las doctorandas («qué jóvenes que son las jóvenes de ahora», meditaba el patriarca en su otoño tropical), le han caído catorce meses de suspensión de empleo y sueldo.
El otro caso, el del químico, uno de los científicos españoles más prolíficos, resulta revelador a otros efectos. Con 44 años ha publicado ya alrededor de 700 trabajos, 110 de los cuales aparecieron el año pasado (la antítesis personificada de la ‘slow science’, vaya). Esa productividad ha tenido reflejo en indicadores como la lista de autores más citados de la empresa Clarivate Analytics. En lo que llevamos de 2023 han sido ya cerca de 60 los estudios que ha firmado y han visto la luz, lo que significa que de esa factoría sale un sesudo y reposado trabajo cada día y medio, más o menos (nota al margen: para las gentes de humanidades o de ciencias sociales, donde un artículo en condiciones puede tardar de media un año o dos en ser publicado, esos números resultan simplemente irreales). Haber presentado algunas de las publicaciones bajo el sello de otras universidades que no son, oficialmente al menos, las que le pagan le ha acarreado trece años de suspensión.
Pese a las notorias diferencias que pueden darse entre las tradiciones investigadoras de las diversas áreas de conocimiento, esas abultadas cifras resultan llamativas, amén de sospechosas. Es cierto que hay ámbitos donde menudean los estudios colectivos: pueden encontrarse artículos de cinco páginas rubricados por una treintena de autores, si bien el récord corresponde a un estudio de física de 33 páginas firmado por 5.154 personas (solo la lista ocupa 24 páginas de texto). La autoría tiene allí otra dimensión, pese a que en los currículos cada referencia compartida compute luego como un artículo entero, cuando en realidad debería tomarse en cuenta la parte proporcional (la que sea: un tercio o una centésima porción de un trabajo). Eso haría algo más comparable el rendimiento en unos campos y otros.
Pero lo que esencialmente evidencia el caso del químico desparramado es el modelo viciado de producción científica que se ha instalado en la academia. Lo importante ha dejado de ser a menudo la relevancia intrínseca de la aportación; lo que prima es la cantidad de producto que entra en el circuito -o mercado- de las publicaciones y, por supuesto, el número de citas, en principio ajenas, que reciben los autores, guarismo que aumenta potencialmente en la medida en que es mayor la cantidad de estudios firmados en circulación y para el que no es en absoluto descartable la incidencia del mercadeo («si me citas, te cito» y así vamos haciéndonos hueco).
Las dinámicas inflacionarias de los procesos de evaluación y la entronización de medidores como el factor de impacto, apenas sujetos a filtros específicos de control, han abonado el terreno para la urgencia científica y la productividad a toda costa. Nada más lejos de mi intención que considerar víctimas de la ansiedad causada por esta deriva a individuos cuyos objetivos sobrepasan ampliamente la humilde meta de la estabilización laboral. Sospecho, además, que sus aspiraciones poco tienen que ver con las imposturas intelectuales enjuiciadas en su día -no sin polémica- por Alan Sokal y Jean Bricmont. Todo tiene pinta de ser mucho más prosaico.
El modelo que se ha impuesto estos años corre el riesgo tangible de dar pábulo a ambiciones desenfrenadas. Es más, en pleno apogeo de la calidad como fin casi absoluto, está generando -o regenerando- una cultura del rendimiento feroz basada en la producción medida al peso. Tanto publicas, tanto vales. A lo que se suma la tiranía de la cita forzada (aquella que, más que aportar, amontona conocimiento). Por citar a un autor a quien hace tiempo que no le importan las citas, «hay (…) más libros sobre los libros que sobre otro tema: no hacemos sino glosarnos unos a otros» (Michel de Montaigne, ‘Ensayos’ III). Convendría ir corrigiendo el rumbo.