Ya no basta lo de «bombas o votos». Batasuna está preparando -con ayuda internacional- su distanciamiento del próximo atentado, pero sin condenar el historial terrorista. Y si no hay rechazo de ese sangriento currículo, los asesinados bien asesinados estarán. ETA habrá triunfado sin ETA. Es la cultura constitucional la que está en juego, y con ella la libertad.
CUANDO se habla de ETA, al igual que cuando se habla de sus aledaños políticos, afirmar que se está acercando un momento crucial puede resultar peligroso. Vaya por delante, pues, que la banda terrorista todavía es capaz de hacer daño y causar sufrimientos, que continúa amenazando y extorsionando, que la libertad sigue aún amenazada.
Pero todos los datos apuntan a que ETA se encuentra en la situación más difícil de su historia. Y que nadie crea que los esfuerzos de Batasuna por marcar distancias nacen de una conversión a la democracia de quienes se han dejado mandar por ETA durante tantos años. Esos movimientos son la señal más inequívoca de la debilidad de la banda.
Y esa flaqueza está conduciendo a que, por primera vez en su historia, el brazo político de ETA esté buscando fórmulas que, al menos, hagan creer que se ha separado de los terroristas. El fin de ETA puede estar acercándose bajo dos formas posibles: porque el esfuerzo de los cuerpos de seguridad del Estado consiga llevarla a la inoperancia, o porque Batasuna consiga romper radicalmente con ella, dejándola herida de muerte.
El momento en el que estamos es clave porque puede ser malinterpretado por las fuerzas democráticas, por las fuerzas no nacionalistas vascas. Y para no errar en la interpretación de lo que requiere el presente, es preciso recordar la historia reciente. Si algo ha marcado esa historia es la decisión adoptada por el Estado de luchar contra ETA con todos los medios a su disposición dentro del Derecho y la ley. Fruto de esa decisión ha sido la caída del mito de la imbatibilidad de la banda, la asunción por la sociedad vasca de que la pregunta no es si, sino cuándo desaparecerá ETA. Se rubricó el Pacto por las Libertades y contra el Terrorismo, la Ley de Partidos Políticos, la ilegalización de Batasuna bajo todos sus ropajes y su confirmación por el Tribunal de Derechos Humanos de Estrasburgo.
La consecuencia, a su vez, de todos estos acontecimientos de gran importancia en la lucha contra ETA ha sido que el nacionalismo vasco ha ido reconvirtiendo su discurso para adaptarlo a la nueva situación. El nacionalismo vasco llega a la situación de la posible desaparición de ETA con un discurso bien hilvanado, con una narrativa elaborada, con una argumentación pulida. Malo sería que la democracia constitucionalista no supiera responder a la nueva situación con un discurso, con una narrativa, con una argumentación no igual, sino superior a la del mundo nacionalista.
Estos son los elementos clave del discurso nacionalista: después de haberse cansado de afirmar que sólo el reconocimiento del derecho de autodeterminación y de la territorialidad posibilitarían que ETA abandonara la lucha armada, han dado un salto mortal, del que nadie les pide cuentas, y afirman ahora que es ETA la que impide la consecución de esos derechos, de autodeterminación y de territorialidad. Afirman que la desaparición de los violentos es la condición para la consecución de ambos derechos. Han dado totalmente la vuelta a la tortilla sin esforzarse lo más mínimo en explicar el porqué.
Ese giro radical de 180 grados va acompañado, especialmente en el ámbito del llamado nacionalismo moderado, por el argumento, en apariencia intachable, de que todos podemos estar de acuerdo en la condena ética de la violencia y del terror de ETA. Y el conjunto del nacionalismo añade así que, una vez condenado el terror violento en el plano ético, el Estado español como Estado de Derecho y su Constitución pueden ser puestos entre paréntesis y rechazados, siempre que esa repulsa y cuestionamiento se hagan por medios pacíficos.
La consecuencia de esta triple argumentación, de ese discurso sobre tres pilares es clara: ETA es un estorbo para conseguir lo que ETA siempre ha querido. Afirmando lo anterior, y dotándole del valor moral de condenar la violencia terrorista sobre bases éticas, se inmunizan los fines de la banda. Y esta hace suyo el acervo nacionalista ante cualquier crítica política: nadie puede tratar de deslegitimar el proyecto nacionalista, puesto que el rechazo de la violencia sólo se debe hacer desde un plano ético, de forma que en el plano político incluso el proyecto de los criminales es defendible. El uso de la violencia ha pasado por el programa político del nacionalismo sin romperlo ni mancharlo. No ha dejado ninguna huella en él. En el plano político podemos pasar de la desaparición de ETA a la afirmación de que, en la realidad de la dimensión política, nunca ha existido. No sólo puede desaparecer ETA, sino que desaparecen todas las consecuencias que acarreaba.
Es muy importante que la democracia española sepa argumentar hábilmente contra esta nueva situación. No basta ya la hasta ahora adecuada frase de «bombas o votos», pues la argucia que está preparando Batasuna -con una inestimable ayuda internacional, ámbito en el que ha sabido manejarse mucho mejor que el Gobierno-, es la de distanciarse del próximo atentado etarra pero sin atreverse a condenar su historia de violencia terrorista. Y si no hay rechazo de ese sangriento currículo, los asesinados bien asesinados estarán. ETA habrá triunfado sin ETA.
La aparente altura moral de una condena ética de la violencia terrorista esconde la ambición de impedir que esa violencia deslegitime el proyecto a cuyo servicio ha sido ejercida. Es verdad que ETA no es consecuencia directa ni querida del nacionalismo del PNV. Sin embargo, también es verdad que una vez surgida ETA y tras su decisión de usar sistemática y estructuralmente el terror y el asesinato, el PNV no ha sabido ni legitimar el marco constitucional-estatutario que le ha permitido gobernar, abriendo así las puertas a las críticas de los violentos, ni tampoco ha sabido formular su nacionalismo separándose no sólo de los medios sino también de los fines de la banda -como reclamaba Ardanza en septiembre de 1987 en el Parlamento vasco-. Es más: violencia y fines políticos quedaban estructuralmente unidos en el plan Ibarretxe -por la paz y la convivencia-, que ha estado en contra de todas las medidas efectivas de lucha contra los terroristas, además de justificar indirectamente su causa afirmando que su existencia se debía a la existencia de un conflicto político en el País Vasco.
POR TODO ESO la condena de ETA debe ser política, y reafirmar que los fines por los que ha matado son inaceptables en democracia, que no son metas legítimas aunque pudieran ser legales para una Constitución que, si de algo peca, es de ser demasiado liberal en este terreno.
ETA ha matado porque rechaza el pluralismo en el seno de la sociedad vasca. En eso consiste su totalitarismo. Pero el mismo problema tiene el llamado nacionalismo democrático: exige el derecho a decidir sólo para los nacionalistas, que saldrían victoriosos -al menos el 50% más un voto- de un referéndum de autodeterminación. Eso es lo que para ellos significa el derecho a decidir.
En Alemania no se puede ser nacionalista como los nazis. En España no se puede ser centralista como Franco. Y en el País Vasco no se puede ser nacionalista como ETA. Es el PNV quien tiene que formular su nacionalismo de forma radicalmente distinta al de la banda terrorista, no sólo respecto a los medios sino también a los fines. Es el Estado de Derecho el que es preciso defender y legitimar. Es la cultura constitucional la que está en juego y con ella la libertad de los individuos. Ni más ni menos. No nos equivoquemos ni rebajemos las exigencias ahora que puede estar llegando la hora de la verdad.
(Joseba Arregi es ex diputado del PNV y autor de numerosos ensayos como ‘Ser Nacionalista’ y ‘La nación vasca posible’)
Joseba Arregi, EL MUNDO, 29/4/2010