EL CORREO, 2/1/2020
MANUEL MONTERO

Con Sánchez no sabemos qué vendrá (la incertidumbre forma parte esencial del sanchismo) pero sí la conveniencia de que el destino nos coja confesados, si queremos acogernos al mecanismo clásico: tras la confesión llegará la penitencia.

Ilusionan los momentos históricos, esa sensación de vivir instantes decisivos, culminantes, que marcan un antes y un después. De tales hitos vamos saciados. Se ha aplicado el sonsonete en los ultimísimos tiempos a: la moción de censura, la exhumación de Franco, la sentencia del procès, la inmunidad de Junqueras, el acuerdo PSOE-Unidas Podemos, aquellos viernes sociales cuando el Gobierno parecía los niños de San Ildefonso cantando el gordo. No damos abasto.

¿Estamos en plena vorágine de la historia en un momento de aceleración? Al menos, nos sentimos permanentemente en el fino de la navaja. Pedro Sánchez se ha hecho así con el récord más chocante de la historia política española. Lleva 19 meses de presidente de gobierno (desde el 1 de junio de 2018) y de ellos 8 son en funciones (desde el 29 de abril de 2019): el 42%, por tanto. No hay quien dé más. Este hombre llegó a nuestra vida a dejar huella.

Y lo está consiguiendo. Su tránsito por los afanes gubernamentales presenta otra singularidad: el aire de transitoriedad cataclísmica. Estos 19 meses han parecido en todo momento una especie de interregno que prepara una nueva era, de contenido incierto pero que se preludia como la mayor ruptura en nuestra historia democrática. No sabemos qué vendrá (la incertidumbre forma parte esencial del sanchismo) pero sí la conveniencia de que el destino nos coja confesados, si queremos acogernos al mecanismo clásico: tras la confesión llegará la penitencia.

Ya lo advierte el Poema del Cid: “conmigo non quisieron aver nada e perdieron mi amor”. A falta de mayores consistencias, pueden las querencias y los sentimientos. Para que el presidente (en funciones) nos ame, estamos obligados a quererlo. Debe amarlo incluso la oposición, según el credo oficial responsable de que todavía estemos al pairo.

El futuro es relativo y lo tenemos cogido con alfileres, confiados a la suerte, la providencia o la temeridad. Por decirlo sin rodeos, Pedro no es propiamente lo que se llama un ideólogo. Sus meses presidenciales, y los anteriores, han girado en torno a una cuestión y sólo a una: si llegará a superar alguna vez una investidura (cuando llegó al puesto fue por una moción de censura, que no es lo mismo). En la era de Pedro Sánchez -la intensidad compensa la brevedad, por lo que le cabe el término “era”- la única cuestión a la que se le ha dado importancia es a su futuro político. No a qué hará si llega al puesto sino a sus posibilidades de convertirse en presidente-presidente y a las compañías que nos traiga. La vida política de Sánchez no versa sobre programas, proyectos o previsiones, que son materias arduas, sino alrededor sí mismo.

No puede llamarse caudillismo, pues el frenesí que suscita no sobrepasa las filas del PSOE, pero en estos cuarenta años y pico no habíamos conocido semejante atención y dependencia respecto a los destinos públicos de un único líder, que además vuela por libre, no necesariamente atento a los consejos o conveniencias de su partido. Característica esencial del pedrismo: toda gira en torno a Pedro. No sobre el socialismo, la igualdad, el significado de la palabra, la cordura o las consecuencias de dar saltos en el vacío, sino sobre el futuro de Pedro. Nos traerá la felicidad, pero antes tiene que ser feliz. Subirá pensiones y sueldos a funcionarios, pero antes tenemos que hacerlo presidente.

En el mundo utópico del sanchismo los ciudadanos, los sindicatos, los movimientos sociales, las redes sociales, todos, tendríamos que salir a la calle reclamando airados su investidura. Para tenerle a él y a sus rotundidades progresistas.

Lo más sorprendente de la tesitura actual es la ambivalencia con que la afronta el PSOE. Se mueve entre dos posturas, contradictorias entre sí. De un lado, presenta los pactos Frankenstein como el más venturoso acontecimiento que vieron los siglos y hay que reconocer que tienen su miga aventurera: por vez primera habrá un gobierno con gente que no forma parte del bloque constitucional y tiene inclinaciones anticonstitucionales, apoyado por independentistas que quieren romper la legalidad. El vértigo fascina. Lo escribió Gómez de la Serna: “siempre creeré en el arte llevado a su último límite, a su confesión suprema, a su funambulismo entre la vida y la muerte, surcada la cuerda floja con la sonrisa justa y precisa”. Momento histórico en el pleno sentido del término: cuando Pedro sonríe.

Al mismo tiempo, los socialistas quieren dar aire de naturalidad al alumbramiento del hito histórico. Es todo insólito en el fondo y en las formas -¡buscan la aquiescencia de políticos que están condenados por la comisión de graves delitos (sedición, malversación)!, ¡que la abogacía del Estado les eche una mano!- pero quieren plantearlo como lo más normal del mundo: que no hay que tener prisas, que la voluntad de los españoles es el gobierno ultraprogresista, que afrontarán el “conflicto político” catalán. Ya han perpetrado la mayor, que es usar el lenguaje con el que te quieren segar la hierba.

El refrán clásico “Ángel patudo, que quiso volar y no pudo” se refiere a la persona (a la) que se atribuyó inocencia o cualidades sin tenerlas. Nuestra tesitura actual se mueve así en la dialéctica de si el protagonista de esta serie da en patudo o en seráfico. Queda lejos la política sujeta a criterios de racionalidad. Ahora es más de echar los dados y cerrar los ojos.