MIKEL MANCISIDOR-EL CORREO

  • Que las imágenes del Capitolio no nos lleven a engaño: las bases de Trump no son unos miles de ridículos personajes sino millones que creen lo que dice

El discurso que Trump dirigió a sus fieles el miércoles en los aledaños de la Casa Blanca parecía salido de un manual que pudiera haber escrito un secretario de Mussolini. La pieza da comienzo desacreditando a las instituciones que no le dan la razón. Los medios de comunicación resultan ser el principal problema del país. Los republicanos que reconocen la derrota son cobardes a los que ridiculizar con toscas imitaciones de amaneramiento que contrasta con la virilidad que él mismo representa. El vicepresidente Pence es sometido a una muy poco sutil presión: no es nada personal, confiamos en ti, pero te conviene hacer lo que digo, ya que lo contrario no lo olvidaremos. Gotas de victimismo van trufando el discurso –nos roban, nos engañan, el mayor fraude de la historia– con alegaciones fundadas en chismes imposibles de concretar. La llamada a la resistencia despierta un regusto a totalitarismo de los años 30: es el momento de los fuertes y de los decididos, no de decadentes formalidades. Nunca nos rendiremos, nunca cederemos.

El líder indica el camino: hacia el Capitolio con el objetivo de mostrar a los políticos débiles lo que es el coraje del verdadero patriota, así yo seré presidente y vosotros, las personas más felices. Lanzada la turbamulta a la hoguera, el cobarde queda en retaguardia, observando. Este discurso debería ser estudiado en Secundaria para que nuestros jóvenes aprendan a reconocer algunos de los recursos dialécticos que carcomen las democracias y a protegerse ante su demoledora eficacia.

Dos días después vemos a un Trump muy distinto leyendo un discurso que no lleva su impronta. Asegura con la boca pequeña que va a facilitar un traspaso ordenado y pacífico. Sorprende la indiferencia con que abandona a sus tontos útiles a los pies de los caballos una vez la jugada se ha mostrado infructuosa («los que violaron la ley, lo pagarán»). Y es que no se levantan torres doradas tras haber pasado por varias bancarrotas si tienes algún tipo de escrúpulo moral ante las deudas que quedan sin pagar o por la gente que dejas en la cuneta. En alguna ocasión ha confesado que no le afecta la suerte de los infelices a los que engaña, que hubieran sido más listos.

En estas mismas páginas planteé hace cuatro años tres preguntas. Si el sistema constitucional de controles y equilibrios soportaría una presidencia de Trump. Si se vería sometido a un procedimiento de destitución. Y, tercera, si veríamos al país degenerar en república bananera. Sorprende hasta qué punto las tres permanecen vigentes.

El sistema parece que ha resistido, pero a un precio altísimo y sometido a riesgos sin precedentes que no han terminado. Lo más probable es que el presidente acabe su mandato. Pence tenía una frase en la historia de su país y el jueves de madrugada la leyó, pero no parece desear mayor protagonismo. Por otra parte quizá la destitución resulté más un favor que un castigo para Trump: podría redondear su pretendido perfil de perseguido por el sistema, de injusta víctima, y dejarle el camino expedito para nuevas aventuras. Además le ahorraría las críticas por no asistir a la toma de posesión de Biden. Que un elegante y leal traspaso de poderes sea interpretado como una humillante ceremonia de sumisión dice mucho de su delirante visión del mundo. Sus seguidores, supongo, celebrarán su valiente desplante ante los convencionalismos.

Que las imágenes de la toma del Capitolio no nos lleven a engaño. Las bases de Trump no son unos miles de ridículos personajes disfrazados de bombero torero. Decenas de millones de personas indistinguibles del amable vecino que te ayuda cuando te quedas sin batería en el coche creen a pies juntillas cualquier cosa que este hombre quiera decirles. Hay en ello algo demasiado profundo –y demasiado nuestro, demasiado humano– que se resiste a un análisis monocausal o a paralelismos planos.

La labor de Biden es endiabladamente difícil. Debe unir un país en medio de una crisis y de una pandemia, mientras los viejos enemigos siguen al acecho. Ni China ni Rusia, que son los grandes beneficiados del mandato Trump, ayudarán.

Está en manos del Partido Republicano reorganizarse sobre la base de los valores clásicos de la derecha democrática, el Estado de Derecho, la libertad de prensa, la lealtad institucional y el respeto por las formas y por la verdad. Está en nuestras manos huir de los populistas, de quienes nos prometen imposibles, de quienes son incapaces de mostrar empatía ante el dolor ajeno, de quienes tienen siempre a mano respuestas sencillas para problemas difíciles, de quienes todo lo entienden a través del cristal de su ego, de quienes nos muestran el mundo en blanco y negro.