El libro ‘Vidas rotas’ refleja la historia de los 857 asesinados por ETA en sus 50 años. Recoge todos los atentados con víctimas mortales y las identidades de los terroristas condenados.
«Se tiene que saber quiénes son las víctimas, sus nombres y apellidos, su historia anónima de persecución, de humillación y de ofensa. Y quiénes son los victimarios, que tienen también su nombre y apellidos, por qué están en la cárcel y qué es lo que hicieron. Hay que saber quién murió y quién mató». Con estas contundentes palabras de José María Múgica, hijo de Fernando Múgica Herzog, arranca el libro ‘Vidas rotas. Historia de los hombres, mujeres y niños víctimas de ETA’. Sus autores: Rogelio Alonso, Marcos García Rey y Florencio Domínguez, expertos en la huella del terrorismo. El volumen, fruto de seis años de investigación, recoge en sus 1.300 páginas la historia y semblanza de las 857 personas a las que la banda arrebató sus vidas y las circunstancias en las que fueron asesinadas, así como las identidades de los terroristas condenados por dichos atentados. Es la «abominable historia» de un país azotado durante cincuenta años por la violencia etarra.
Una niña de sólo 22 meses fue la primera víctima del azote del terror en Euskadi en 1960. Un bomba incendiaria colocada en la estación del ferrocarril de Amara, en San Sebastián, acabó con la tierna infancia de Begoña Urroz. Su madre, Jesusa Ibarrola, la había dejado al cuidado de una tía suya que trabajaba en la consigna, a la que solía ayudar para conseguir unas pesetas, mientras iba a comprarle unos zapatos a la pequeña. A la vuelta se topó con un espectáculo dantesco y con su hija primogénita abrasada. A sus 83 años, Jesusa no ha olvidado aquella tragedia. ETA nunca asumió la autoría del asesinato, aunque tras la captura de la dirección de la organización terrorista en Bidart la Policía localizó en el ordenador del que fuera jefe del aparato político, José Luis Álvarez Santacristina, ‘Txelis’, documentación en la que figuraba el atentado. Begoña estrenó la macabra lista de vidas segadas por los terroristas. Desde entonces, «nada volvió a ser igual», resumen los autores del libro.
El asesinato del presidente del Gobierno, Luis Carrero Blanco, en 1973 constituyó uno de los grandes hitos de la organización terrorista, que «llegó a creer que tenía capacidad para cambiar el curso de la historia», recuerdan. Un año después, en abril, eligió como objetivo una cafetería situada junto a la Dirección General de Seguridad. Trece personas -de ellas, doce civiles- fueron asesinadas. «Fue horrible. Creíamos que no podríamos salir de allí. Tuve que ir parando taxis, creo que llegué hasta veinte, y ahí fui trasladando a las víctimas», evocaba Antonio Sánchez, que en el momento de la explosión comía en el interior del local. La bomba contra la cafetería Rolando se convirtió en la primera masacre que, dada su magnitud, la organización terrorista se negó a asumir. En 1987, ETA volvería a teñir de negro la historia con dos crímenes que «sobresalen sobre otros muchos»: Hipercor, en el que fallecieron 21 personas, y la casa cuartel de Zaragoza, en el que se registraron once víctimas, seis de ellas menores de edad. «El terrorismo no mira si hay niños… únicamente va a hacer el mayor daño posible». Álvaro Cabrerizo perdió a su mujer y a sus dos hijas en el atentado de Barcelona.
Ángel Berazadi Uribe era director gerente de Sigma y estaba casado con la hija del fundador de la empresa de máquinas de coser. La tarde del 18 de marzo de 1976 no regresó a casa. Berazadi, vinculado al PNV, fue secuestrado por los comandos Bereziak (especiales) de ETA, que reclamaron un rescate de 200 millones de las antiguas pesetas. El libro recoge varias declaraciones del antropólogo Joseba Zulaika, que habló con dos de los tres etarras que perpetraron la acción. Éstos le aseguraron que secuestradores y víctima «se habían hecho buenos amigos. Hablaban largo y tendido, bromeando a menudo». La familia no logró reunir la cantidad y la banda se mostró inflexible. «Lo peor es que acabas haciendo amistad y entonces…», espetaron los terroristas a Zulaika. La presión de ETA sobre los empresarios fue en aumento, como también lo fue para los medios de comunicación. La primera persona vinculada a este sector asesinada por los terroristas fue Javier de Ybarra, que en 1977 era consejero delegado de El Correo. Un año después, ETA acabaría con la vida de José María Portell, «un periodista consciente de que ha de esforzarse por acercarse a la objetividad, a sabiendas de que la objetividad es ingrata a corto plazo», según escribió él mismo en su libro ‘Euskadi: la amnistía arrancada’. Unas palabras que, sin duda, suscribiría el que fuera director financiero de EL DIARIO VASCO Santiago Oleaga, asesinado en 2001.
La ofensiva etarra alcanzó su punto álgido en 1979 y 1980, con 80 y 98 víctimas mortales, respectivamente. «La Transición y los primeros años de andadura democrática en el País Vasco registraron un elevado nivel de radicalidad política en algunos sectores del nacionalismo, lo que se tradujo en el ingreso a las filas de ETA de centenares de jóvenes dispuestos a matar en nombre de la patria», señalan los autores de ‘Vidas rotas’. La bomba en una taquilla de la estación madrileña de Chamartín, que se saldó con la muerte de dos estudiantes y con medio centenar de heridos, o el atentado contra un convoy de la Guardia Civil en Ispaster, en el que fallecieron seis agentes, fueron sólo una prueba de la sinrazón de ETA en aquella época. La banda protagonizó, además, varios atentados contra civiles, que enmarcó en una campaña «contra el narcotráfico».
Benicio Alonso, Ramón Iturriondo y Aníbal Alfonso Izquierdo murieron en el acto como consecuencia de la bomba que la banda hizo estallar en 1983 en la sede central del Banco de Vizcaya en Bilbao. El atentado despertó el rechazo de la sociedad. «Por primera vez desde el inicio de la Transición, alrededor de 40.000 ciudadanos -más de 50.000, según el Gobierno Civil- se manifestaron ayer en Bilbao contra ETA y por la paz en el País Vasco», reflejaron los periódicos. «Fue relevante el hecho de que ningún dirigente del PNV figurara en la cabeza de la manifestación», señalan los autores en el libro. La formación quiso escenificar su desacuerdo con el socialista Enrique Casas -asesinado un año después-, que acusó a los jeltzales de pretender «nadar y guardar la ropa» respecto a ETA.
La instalación de un comando en Madrid y el uso de coches bomba serían los recursos utilizados por la organización para compensar el descenso global de su actividad, «que comenzó a detectarse a partir de 1985». Muchos recordarán los atentados en las plazas República Argentina y República Dominicana. En este último, fallecieron doce guardias civiles. ‘Vidas rotas’ recoge el testimonio durante el juicio celebrado en 2000 en la Audiencia Nacional del terrorista Juan Manuel Soares Gamboa, condenado a 1.401 años por su participación en esa acción: «He visto una serie de testimonios, han pasado ante nosotros personas con graves secuelas y muchas de ellas agravadas por el paso del tiempo y son horrorosas de verdad (…). Nunca lo había visto tan de cerca y quiero solicitar el perdón a todas las víctimas por mi acción criminal, que hago extensiva a todas las víctimas de ETA, porque yo entiendo que en algún momento fui cómplice».
La barbarie etarra traspasó límites insospechados. Tal y como recoge el libro, el 7 de marzo de 1985, tras el asesinato del superintendente de la Ertzaintza y teniente coronel del Ejército, Carlos Díaz Arcocha, una mujer llamó al domicilio de la madre de la víctima y le preguntó: «¿Tienes un hijo soldado en Vitoria?». La madre quiso aclarar que soldado no, pero sí militar. La comunicante dijo: «Pues acabamos de matarlo». ETA segaría en años posteriores la vida de más de una docena de ertzainas. Entre ellos, Joseba Goikoetxea y Ramón Doral.
En 1994, la banda tomó la decisión de atentar contra dirigentes del PP y el PSOE. Inició su campaña un año después con el asesinato del popular Gregorio Ordóñez y el fallido atentado contra José María Aznar. El primer socialista asesinado dentro de esa estrategia sería el abogado Fernando Múgica, en 1996. Sin embargo, un nombre destaca sobre los demás por los efectos sociales y políticos que provocó su muerte: el del concejal del PP de Ermua Miguel Ángel Blanco. ETA amenazó con ejecutar al edil en 48 horas si no se trasladaba a los presos de la banda a Euskadi. El ultimátum provocó en toda España una movilización sin precedentes. Millones de personas salieron a la calle a gritar «ETA, no le matéis». «Si a mí me pasara algo así, yo preferiría que me mataran», le había comentado el joven edil a su madre poco antes de ser secuestrado. La conversación se producía el mismo día del verano de 1997 en que la Guardia Civil liberaba al funcionario de prisiones José Ortega Lara tras un devastador secuestro.
El anuncio de tregua realizado por ETA en septiembre de 1998 era la contrapartida de la banda a un acuerdo con el PNV y EA -el Pacto de Lizarra-, pero se vino abajo en 1999. Un año después, la organización asesinó a 23 personas, la cifra más alta en ocho años. Entre ellas, el socialista Fernando Buesa y el empresario José María Korta. En 2002, empezó a debilitarse, y la puntilla llegó con la ilegalización de Batasuna. Además, la muerte de 192 personas en los atentados islamistas del 11-M paralizaron su actividad. La organización llegaría a anunciar un alto el fuego en marzo de 2006, que rompería meses después con la bomba en la T-4 de Barajas que acabó con la vida de Diego Armando Estacio y Carlos Alonso Palate. «El tiempo no quita el sufrimiento. Yo le pedía que regresara pronto, pero me lo llevaron a casa para enterrar», expresaba María Basilia Sailema, madre de Palate, en 2007.
Pese a no perder su capacidad de matar, el desgaste de ETA se sucedió de manera progresiva. Isaías Carrasco, Juan Manuel Piñuel, Luis Conde, Inaxio Uria, Eduardo Puelles, Carlos Saenz de Tejada y Diego Salvá han sido sus últimas víctimas. «Ojalá sea el último», repiten los familiares al enterrar a su hijo, su marido, su hermano.
EL DIARIO VASCO, 7/2/2010