Daniel Innerarity, EL PAÍS, 3/6/2011
Construir una barrera es la mejor manera de no hacer nada dando la impresión de que se hace algo; de este modo se despliega una seductora salva política dirigida contra un conjunto de problemas especialmente complejos, a los que es imposible aportar una solución de corto plazo.
La actual pretensión danesa de controlar las fronteras con Alemania y Suecia viene tras los cierres de Francia e Italia, pero resulta aún más inquietante si lo ponemos en relación con una tendencia en el mundo actual a cerrar, impedir el paso y controlar, que responde a la demanda creciente de protección. Desde que en 1989 cae el muro de Berlín, la construcción de nuevos muros se ha multiplicado, como si se tratara de una carrera frenética por hacer frente a una nueva desprotección: entre México y Estados Unidos, en Cisjordania, entre India y Pakistán, entre Irak y Arabia Saudí, entre África del Sur y Zimbabue, entre España y Marruecos (rodeando las ciudades de Ceuta y Melilla), entre Tailandia y Malasia…
¿En qué consisten estos muros? ¿Cuál es su utilidad o el propósito con que se levantan? Estas barreras no están pensadas para impedir el ataque de ejércitos enemigos, sino para impedir el tránsito de personas; quieren hacer frente a fuerzas persistentes y desorganizadas más que a estrategias militares o económicas; son más post-, sub- y transnacionales que internacionales; son una respuesta a los flujos desconectados de las soberanías estatales. Los muros actuales no responden a la lógica de la guerra fría sino que son muros de protección; indican la desconfianza frente al otro, el extranjero, y dicen mucho acerca de las ambigüedades de la globalización. Se dirigen contra el movimiento de bienes y personas que muchas veces no tienen su causa en una invasión exterior sino en la demanda interna: mano de obra, drogas, prostitución…
Un muro no es tanto una cosa material como algo mental que traza una línea de separación entre un «adentro» que se siente amenazado y un «afuera» amenazante, considerado como enemigo, estereotipado, ubicuo y en ocasiones fantasmal. Los muros funcionan como un icono tranquilizador en la medida en que restablecen una distinción nítida entre el interior y el exterior, entre el amigo y el enemigo, que se hace coincidir frecuentemente con las fronteras nacionales. Todos los procesos de guetización participan de esa misma lógica al segmentar la ciudad de una manera invisible, arruinando así su vocación de aproximar a sus habitantes. Las barreras recuperan una modalidad de poder soberano, material y delimitado en un entorno, para algunos inquietante, en el que el poder se presenta como una realidad difusa y débil. Los muros son una respuesta psicosociológica al desdibujamiento de la distinción entre el interior y el exterior, al que acompañan otras distinciones que se han vuelto problemáticas, como la diferencia entre ejército y policía, los criminales y los enemigos, la guerra y el terrorismo, derecho y no-derecho, lo público y lo privado, el interés propio y el interés general.
La construcción de muros no solamente ilustra un retroceso en el sueño de un «mundo global», sino que testimonia unas tendencias subterráneas de la globalización que alimentan el retorno de ciertas formas de «neofeudalización» del mundo. Un mundo en el que son asombrosamente compatibles la integración de la economía global y el aislamiento psicopolítico. Cabría incluso afirmar que la defensa de esta compatibilidad se ha convertido en un objetivo ideológico en esa síntesis de neoliberalismo político y nacionalismo estatal de cierta nueva derecha cuyo proyecto ha sintetizado Saskia Sassen en el doble objetivo de «desnacionalización de la vida económica y renacionalización de la vida política». No vivimos en un mundo ilimitado, sino en la tensión entre una geografía de los mercados abiertos que tiende a abolir las fronteras y una territorialidad de la seguridad nacional que tiende a construirlas. No hay coherencia entre la práctica geoeconómica y la práctica geopolítica que equilibre las diferentes agendas del comercio y de la seguridad.
Sabíamos desde Maquiavelo que las fortalezas suelen ser más perjudiciales que útiles. Los muros proyectan una imagen de jurisdicción y espacio asegurado, una presencia física espectacular que se contradice con los hechos: por lo general no contribuyen a solucionar los conflictos e impiden muy escasamente la circulación. Complican el objetivo, obligan a modificar el itinerario, pero en tanto que prohibiciones de paso suelen ser poco eficaces.
El ejemplo más elocuente de ello lo encontramos en el control de la emigración, que aumenta o disminuye por factores que no están vinculados a la rigidez o porosidad de las fronteras. Hay emigración porque hay un diferencial de oportunidades o, si se prefiere, porque las desigualdades son actualmente percibidas en un contexto global. Cuando se piensa que el establecimiento de barreras es la solución para el incremento del número de los emigrantes y refugiados es porque se ha considerado previamente que la causa de esos desplazamientos era la flexibilidad de las fronteras, lo que es radicalmente falso.
Si no cumplen esa función que se les asigna, entonces ¿para qué sirven esas fronteras que adoptan la forma de muros? Dada su falta de eficacia, lo que hay que preguntarse es cuáles son las necesidades psicológicas que su construcción satisface. Y la respuesta está en la necesidad de limitación y protección de quienes se perciben a sí mismas -muchas veces contra toda evidencia- como «sociedades asediadas» (Bauman). En lo que hace referencia a los muros está claro que aluden inmediatamente a la defensa contra unos asaltantes venidos de un «afuera» caótico, pero sirven como instrumentos de identificación y cohesión, responden al miedo frente a la pérdida de soberanía y a la desaparición de las culturas homogéneas. De esta manera se construye una siniestra equivalencia entre alteridad y hostilidad, lo que es además un error de percepción (la mayor parte de los atentados que se han cometido en EE UU han provenido de terroristas del interior). Y se asienta el prejuicio de que la democracia no puede existir más que en un espacio cerrado y homogéneo.
Así pues, se trata de remedios físicos para problemas psíquicos, de una teatralización con efectos más visuales que reales. Un muro aparenta ofrecer seguridad en un mundo en el que la capacidad de protección del Estado ha disminuido, en el que los sujetos son más vulnerables a las vicisitudes económicas globales y a la violencia transnacional. Todo lo que acompaña a la escenografía rotunda de los muros no son sino gestos políticos destinados a contentar a cierto electorado, a suprimir la imagen de un caos políticamente embarazoso y sustituirla por la de un orden reconfortante. Aunque es imposible muchas veces cerrar completamente las fronteras, es peor dar la impresión de que no se hace nada. Construir una barrera es la mejor manera de no hacer nada dando la impresión de que se hace algo; de este modo se despliega una seductora salva política dirigida contra un conjunto de problemas especialmente complejos, a los que es imposible aportar una solución de corto plazo.
Los muros serían inicuos si se limitaran a dejar sin resolver los problemas que de manera tan simplista pretenden delimitar. Pero no es ese el caso: los muros generan zonas de no-derecho y conflictividad, agravan muchos de los problemas que tratan de resolver, exacerban las hostilidades mutuas, proyectan hacia el exterior los fracasos internos y excluyen toda confrontación con las desigualdades globales. Además, cuando se acentúa ostentativamente la seguridad se provoca al mismo tiempo un sentimiento de inseguridad. Son demasiados daños laterales como para que compensara la débil protección que pueden proporcionar.
Frente a la nostalgia por el orden perdido que clama por límites crispados y barreras de exclusión, la reivindicación de una frontera que comunique, demarque, equilibre y limite puede ser una estrategia razonable para transformar esos espacios de choque, cierre y soberanía en zonas porosas de contacto y comunicación. La alternativa, en cualquier caso, no es entre la frontera y su ausencia, sino entre las fronteras rígidas que siguen colonizando buena parte de nuestro imaginario político y una frontera red que permitiría pensar el mundo contemporáneo como una multiplicidad de espacios que se diferencian y entrecruzan, creando así unos puntos fronterizos que son también puntos de paso y comunicación.
Daniel Innerarity, EL PAÍS, 3/6/2011