MANUEL MONTERO-El Correo

  • Una persona que hubiese estado desde Navidad en una isla desierta, sin enterarse de nada, alucinaría con la realidad actual

Se llama «distopías» a las sociedades ficticias indeseadas, a las que se suele situar en un futuro indeterminado: ‘1984’ (Orwell), ‘Un mundo feliz’ (Huxley), ‘Farenheit 451’ (Bradbury)… Pues bien, nuestro mundo, el de 2020, se nos está convirtiendo en un mundo distópico. Una persona que desde Navidad hubiese estado en una isla desierta, sin enterarse de nada, se quedaría ahora perpleja si la mala suerte le trajese a casa. No entendería nada: todo el mundo con mascarilla, colas espaciadas para entrar en una pescadería, tomas de temperatura, campos de fútbol vacíos, la gente saludándose con el codo, juegos de niños acordonados, flechas en el suelo indicando direcciones… Se quedaría perplejo al observar mascarillas de diseño. ¡La moda incorporada a las mascarillas! El recién llegado pensaría que entraba en una película de ficción. Procuraría volverse a la isla.

Inadvertidamente, nos hemos introducido en un mundo distópico, un universo alternativo con su propia lógica, que parece ficticia. Acabaremos olvidando cómo era el mundo prepandémico, la época en que reinaba la confianza social.

También nuestra vida pública ha adquirido un aire de realidad irreal. Todos los datos diagnostican un desastre sin paliativos y sin parangón, pero los responsables siguen en sus peleítas, echándose las culpas los unos a los otros -y la casa sin barrer- sugiriendo que, sin embargo, ellos actúan con un rigor extraordinario. Qué suerte tenemos de tenerlos, esa es la idea.

Al mundo distópico de 2020 le caracterizan actuaciones inexplicables, que tienen un toque kitsch. Lo precedieron gestas crípticas como la estancia de Delcy en el aeropuerto de Barajas y el asunto de los espías en Bolivia y siguieron actuaciones que parecen ficticias: la resistencia a ver la pandemia hasta que el lobo había llegado; los discursos vaporosos (todos lo hacen bien y está todo bajo control, frente al desastre de los datos); las evaluaciones del CIS que confirman nuestra entrada en un paraíso paralelo, hecho de amor al Gobierno; la «visita» del presidente a la Comunidad de Madrid, con banderas a tutiplén, que parecía la llegada del jefe de la galaxia a este humilde planeta; las declaraciones de tregua y guerra entre Gobierno y autonomías; Torra y compañía adjudicándose la verdad democrática; la conversión de Bildu en puntal de la estabilidad de España vía Presupuestos… Nada de esto habría sido creíble cuando la normalidad era normal.

Entre las cosas ilógicas que caracterizan este mundo distópico se lleva la palma el caso del del móvil de Dina y el lío que está generando. En esta historia todo es absurdo. Primero, la idea de que el teléfono de Dina -por entonces, asesora parlamentaria de Podemos- almacenaba información capaz de hundirlo todo, pues la gente no suele llevar informaciones confidenciales tan a la ligera. Segundo, la hipótesis de que nuestros servicios de información -a los que cuesta tener por espabilados- montaron un operativo (hay que imaginar que complicado) para hacerse precisamente ¡con el móvil de Dina! Para rematar: la idea, repetida por varias fuentes, de que Podemos pensaba aprovechar esta historia, ridícula y absurda, para conseguir votos por la actuación de las cloacas del Estado. Desazona que con mimbres intelectuales tan precarios se llegue al Gobierno.

La guinda de la distopía la pone el vicepresidente del asunto con su indignación ante la posibilidad de que le imputen por este caso. Actúa como si una declaración de este tipo fuese una condena y no una investigación en curso, sobre lo que aparenta alguna situación turbia. De pronto, todo es una conspiración. Como si fuese la primera imputación que en el mundo ha habido.

Una imputación no es una condena ni el fin del mundo. Servidor la ha sufrido dos veces sin alharacas ni graves preocupaciones por saberse inocente, como quedó claro. No hace ninguna gracia, pero tampoco es para liarse con sugerencias conspiraciones. ¿El poder quiere un trato de favor?

Otra cuestión es que la política española, impulsada por Podemos, haya impuesto que la imputación sea una muerte política, como si liquidase la presunción de inocencia. Es distópico, dificulta el funcionamiento de la Justicia y permite juegos indecorosos como los practicados por Podemos con cualquier imputado que se le ha puesto a su alcance. En el pecado la penitencia.

¿El ciudadano Iglesias quiere un trato de favor que no tenemos los demás? Poco a poco nos instalaremos definitivamente en un mundo distópico basado en el ventajismo de la casta. ¿Regeneración? El antónimo es degeneración.

En ‘1984’, el Gran Hermano te vigila. Aquí además pretende escaquearse. La distopía de 2020 no da para novela meritoria, sino para una telecomedia en la que los personajes hacen un papelón en medio de una pandemia. De vez en cuando se oyen risas grabadas.