FERNANDO VALLESPÍN-El Confidencial

  • A la vista de retos como el cambio climático, las enormes desigualdades, el agotamiento de los recursos o la situación bélica, cabe esperar que se debata sobre esas cuestiones; no sobre si Feijóo es peor que Casado o si los socios del Gobierno son indignos y su presidente un chisgarabís

Las democracias están diseñadas para tiempos de bonanza y para impulsar el optimismo. No hay más que ver lo que ocurre en las campañas electorales, reducidas a una puja por ver quién tiene más y mejores ofertas para los ciudadanos. Tanto han interiorizado los sistemas democráticos el discurso del progreso, ese presupuesto de que siempre iremos avanzando hacia una vida mejor, que cuando cambian las tornas y hay que llamar a hacer sacrificios, los actores políticos se desviven por dar con el discurso adecuado. ¿Cómo explicar que ahora no toca progresar sino retroceder? Porque en estos momentos de lo que se trata no es de mejorar, es de evitar un empeoramiento excesivo. Hemos entrado en una fase malmenorista, donde todo nuestro esfuerzo se dirige a evitar el mal mayor, no a la obtención de mejoras.

Macron tuvo la astuta idea de comenzar el curso político francés haciendo filosofía de la historia. Se acabó la sociedad de la abundancia, afirmó, hemos llegado al fin de la ilimitada disponibilidad de recursos como la energía o el agua. Estamos en un momento crítico, debemos despedirnos de la era de la despreocupación y las certezas. Fue una filípica muy en la línea de otra anterior, en 2019, donde avisaba a su cuerpo diplomático del “fin de la hegemonía occidental”. Creo que ambas afirmaciones son ciertas y eran un aviso a navegantes, por si alguien no se había enterado de que ahora pintan bastos. Pero él al menos tiene la ventaja de inaugurar su gobierno, no ha de preocuparse por afrontar nuevas elecciones durante un plazo largo, planificar con eficacia. O sea, justo lo contrario de la situación en la que nos encontramos en nuestro país. Aquí vamos a afrontar esta cesura histórica en pleno modo electoral.

La mezcla de ambas cosas, la imposibilidad de hacer promesas ilusionantes y los imperativos del enfrentamiento electoral, se presenta ciertamente explosiva. Por lo pronto, porque se desvanece cualquier esperanza por afrontar unidos los preocupantes desafíos que nos esperan. Todo lo contrario, el incentivo está en propiciar la división, y esto es algo que ya hemos visto incluso en algo tan nimio como las medidas de ahorro energético. Luego, porque lo que exige el momento, buenas ideas que nos permitan orientarnos por estos tiempos oscuros que se avecinan, será suplido por la demonización retórica del adversario. La elección será aquí también malmenorista: se trata de presentarse como el menos malo de los contendientes, el que al final consiga un empeoramiento menor. El acicate no estará en argumentar sobre la bondad de las propias propuestas, sino sobre el desastre que supondrán las del adversario.

Por lo pronto, sin la sofisticación de Macron, el Gobierno ya nos ha advertido de que el invierno será “durísimo”. Ojalá solo se tratara de eso. A la vista de retos como el cambio climático, las enormes desigualdades, el agotamiento de los recursos o la situación bélica, entre otros, lo menos que cabe esperar es que se debata sobre esas cuestiones; no sobre si Feijóo es peor y más radical que Casado o si los socios del Gobierno son indignos y su presidente un chisgarabís. Será inevitable que ocurra en las redes sociales, pero los medios más serios tienen la responsabilidad de estar a la altura de este delicado momento histórico; más que jalear a unos contra otros deberían obligarles a argumentar sus propuestas. A ver si así se animan. Las ideas siempre son más fuertes que los zascas, igual que la búsqueda del entendimiento siempre es más eficaz que la polarización. Lo único cierto es que vamos a poner a prueba la madurez de nuestra democracia.