La inabarcable mitología griega sigue proporcionando extraordinarios instrumentos para comprender la naturaleza humana en cualquier tiempo y lugar. Es el caso del mito de Narciso en sus diferentes versiones, tan utilizado por la psicología para comprender trastornos de la peligrosa personalidad llamada, justamente, narcisista, pero no tanto para entender problemas políticos que derivan de la entrega de poder a sujetos narcisistas.
Según el mito, Narciso era un joven de extraordinaria belleza que todas y todos deseaban (hablamos de griegos y ya se sabe), pero despreciaba el amor. Soberbio y desdeñoso con la legión de aspirantes a amarlo, ninfas y humanos, su paso dejaba un reguero de suicidios, consunciones y desastres. Para vengar a los amantes maltratados, la justiciera Némesis le inspiró mirar en un estanque que reflejaba su hermosa imagen. Enamorado de sí mismo, Narciso intentó besarse, cayó al agua y se ahogó en el negro lodo del fondo (hay otras versiones más líricas, pero esta nos sirve). Fin del mito y comienzo de la historia.
Nuestro Narciso no puede evitar enamorarse de sí mismo más y más en cada aparición mediática, ni odiar a quienes rechazan su belleza, la grandeza de sus logros y la majestad de su gobierno
Vayamos ahora a nuestro tiempo. Pongamos en lugar del charco espejo las pantallas de plasma y radios de los grandes medios, y contemplemos a nuestro Narciso político peregrinar por las elegidas para refutar la infamia de que Él odie la verdad y el amor, que miente y maltrata a todos. Como el bello beocio del mito, nuestro Narciso no puede evitar enamorarse de sí mismo más y más en cada aparición mediática, ni odiar a quienes rechazan su belleza, la grandeza de sus logros y la majestad de su gobierno. Pero una aciaga noche Némesis le hace despreciar toda prudencia en un charco llamado Debate Cara a Cara: con incontinente interruptus intenta matar al intruso de enfrente que rechaza su imagen, mas muere asfixiado por su letal reflejo verdadero. Fin de la historia.
Cuentos verdaderos para reyes desnudos
La historia no es un mito, ciertamente: es mucho más complicada. Pero por eso mismo mitos y cuentos son útiles para simplificarla. Otro cuento adecuado para comprender nuestra historia es el del emperador airado que paseaba desnudo por el reino y del niño inocente que lo puso en evidencia, famoso por la versión escrita de Hans C. Andersen. El niño desnudó no solo la desnudez del rey, sino la de sus mayores. Pues los cortesanos se daban perfecta cuenta de que el soberano iba en pelota viva, pero temían el despido de sus altos beneficios y prebendas. Así que preferían decir que el vestido del rey era tan excelente y delicado que solo podían admirarlo las mentes más preclaras, honestas y dilectas. Naturalmente, nadie osaba excluirse de los elegidos reconociendo la pálida nalga perfectamente visible, y solo un niño inocente (falló al curso de “nueva masculinidad”) osó romper la hipnosis colectiva: “¡eh, que el rey está desnudo!” Y no era, precisamente, un bello efebo sino un atrabiliario y pestilente Narciso que avanzaba dejando un rastro corrupto de mentiras, maldades y manipulación allá por donde pasaba.
- El peligro de convertir la democracia en igualitarismo
En su imprescindible ensayo La democracia en América, publicado en 1835, el liberal Alexis de Tocqueville terminaba su largo estudio con un capítulo pesimista: el peligro de la extensión excesiva del igualitarismo para la democracia liberal. Anticipando muchos sucesos venideros, Tocqueville advertía contra el cóctel deletéreo del bienestar material, convertido en único fin de la existencia, con el igualitarismo intelectual, que convierte los hechos y saberes en meras opiniones, cancelando la crítica con la opinión unánime y oficiosa, y un Estado cada vez más poderoso, eficaz y entrometido en la vida privada en nombre de la protección de la igualdad.
Pues bien, el sanchismo del Narciso pestilente no es sino la traducción de la lúcida advertencia de Tocqueville a la España de este tiempo: no hay verdad ni mentira, sino “cambios de posición” y estadísticas manipuladas; no hay sino una opinión verdadera, que los medios protegidos y palmeros bendicen como la única progresista, siendo todo lo demás facherío; no te preocupes de nada, que el Estado garantiza tu bienestar multiplicando “derechos” (al cine, a viajar gratis, a cambiar de sexo a voluntad, de las mascotas) y paguitas (e impuestos y deudas); no te molestes en pensar por ti mismo, el Estado te dirá qué pensar en cada caso y regulará por ley tu sexualidad, tu vida privada, tus preferencias de todo tipo, tu futuro.
Puede impedirse, acaba Tocqueville, si adoptamos medidas preventivas: proteger la libertad de prensa, la justicia independiente, el respeto de las formas, la educación y el cultivo de la libertad
Un estado así, prosigue Tocqueville, puede parecer democrático porque conserva las instituciones de la democracia, pero puestas al servicio de un nuevo despotismo sin precedentes, en el que la mayoría puede creerse libre -porque opina como la mayoría, porque vota, porque no es facha- cuando en realidad vive una nueva servidumbre bajo la suave tutela de un gobierno corruptor de poder casi ilimitado.
Puede impedirse, acaba Tocqueville, si adoptamos medidas preventivas: proteger la libertad de prensa, la justicia independiente, el respeto de las formas, la educación y el cultivo de la libertad en vez de la sumisión y el gregarismo. La realidad, como puede verse, no es tan diferente hoy: el mito helénico de Narciso muestra la naturaleza de una personalidad autodestructiva y peligrosa para todos; el cuento del rey airado desnudo y el niño inocente, los peligros del autoengaño colectivo alentado por intereses cortesanos; la brillante anticipación de Tocqueville, que el sistema democrático contiene en su seno fuerzas autodestructivas, pero también los medios de prevenirlas y superarlas. Devolvamos al Narciso pestilente al lodo del que salió, proclamemos que el rey airado estaba desnudo y sus cortesanos son indignos, cultivemos con ahínco las virtudes protectoras de la democracia liberal: no hay nada mejor, a pesar de peligros y deficiencias que no son otras que las de todos.