Javier Tajadura-El Correo
La designación de la exministra Dolores Delgado como fiscal general del Estado es legal, pero incompatible con la necesaria imagen de imparcialidad de la institución
El nombramiento del fiscal general del Estado corresponde al Gobierno, oído el Consejo General del Poder Judicial (artículo 124 de la Constitución). En la medida en que se trata de una institución fundamental para el correcto funcionamiento del Estado de Derecho, la elección de Dolores Delgado -exministra de Justicia y elegida diputada del PSOE en la presente legislatura- ha resultado muy controvertida. El Consejo General del Poder Judicial respaldó la semana pasada su nombramiento por 12 votos frente a 7. Los vocales discrepantes formularon un voto particular en el que advirtieron que, aunque la persona designada cumple los requisitos legalmente establecidos (ser jurista con más de quince años de ejercicio profesional), no es idónea para el cargo porque el hecho de haber sido propuesta siendo diputada «supone un serio impedimento para garantizar ante la ciudadanía la imagen de imparcialidad e independencia que ha de exigirse a un fiscal general del Estado». Se trata de una objeción muy razonable.
El Ministerio Fiscal, a quien la Constitución atribuye la función de defender con imparcialidad la ley ante los tribunales y el importantísimo poder de acusar para activar el ius puniendi del Estado (jurisdicción penal), es una organización jerarquizada. El fiscal general se sitúa en la cúspide y para garantizar la actuación uniforme de la institución en todo el país puede dar órdenes e instrucciones a los miembros del Ministerio Fiscal que, en principio, deben ser de carácter general. El fiscal general está constitucionalmente obligado a actuar siempre con arreglo a la legalidad y al margen de cualquier criterio de oportunidad política. Por ello, y aunque sea nombrado por el Gobierno, éste no puede darle órdenes durante su mandato y tampoco puede destituirlo. De esta manera, el ordenamiento jurídico protege la autonomía de este cargo.
En este marco normativo, la objeción que plantea el Consejo General del Poder Judicial es que, al tratarse de una diputada (que abandona el escaño para ser nombrada), la opinión pública no puede confiar en su imparcialidad. Esto es, que en el caso de que el Ministerio Fiscal haya de actuar contra miembros del Gobierno, de su partido o de otros partidos, se quebrará la «imagen de imparcialidad» de la institución y con ello perderá credibilidad.
Los partidarios del nombramiento han respondido con una réplica que no se sostiene. La designación para fiscal general de una parlamentaria se justifica diciendo que ser diputado no debe convertir a alguien en un ‘paria’ (sic) que no pueda ya desempeñar ningún cargo de servicio público. La réplica no se sostiene porque nadie pretende tal cosa. Los exdiputados pueden ocupar miles de puestos, todos aquellos para los que tengan cualificación (desde dirigir un hospital hasta un museo), pero hay unos cargos públicos de los que deberían estar excluidos: todos aquellos para los que el correcto cumplimiento de la función exige expresamente una actuación neutral. Algunos ejemplos: fiscal general, magistrado del Tribunal Constitucional, vocales de organismos reguladores.
El problema es que en España, de la misma manera que la exdiputada socialista Delgado ha sido promovida a la Fiscalía General, otros exdiputados de otros partidos (PP) han sido nombrados magistrados del Tribunal Constitucional o designados para presidir la Comisión Nacional del Mercado de Valores. Una vez más nos encontramos ante un formidable ejercicio de hipocresía constitucional. Ni el PSOE ni el PP se han preocupado nunca por la credibilidad y prestigio de estas y otras instituciones.
En el caso que nos ocupa, el contexto político contribuye además a agravar notablemente el problema. En el debate de investidura, el presidente Sánchez señaló como uno de sus objetivos «la desjudicialización de la política». Objetivo que si no se precisa puede dar lugar a equívocos e interpretarse en el sentido de que pretende obviar la necesaria intervención del Poder Judicial para resolver determinados conflictos, castigar los delitos y garantizar el imperio de la ley. Si a ello unimos que el portavoz de Podemos en el Congreso ha dicho que espera que la oposición al Gobierno no la haga el Poder Judicial, el nombramiento de Delgado obliga a encender todas las alarmas.
En un Estado de Derecho, los jueces ni son ni pueden ser ‘oposición’ al Gobierno. Ahora bien, son un instrumento fundamental para garantizar que la actuación del Gobierno sea siempre conforme a Derecho. El Gobierno -en un Estado de Derecho- es titular de un poder limitado y sometido a control. El control que ejercen los jueces es esencial para la salvaguardia de los derechos y libertades de los ciudadanos.
En definitiva, el nombramiento de la fiscal general es legal, pero incompatible con la necesaria imagen de imparcialidad de la institución. Por ello, la oposición política cumple con su función criticando el nombramiento. Ahora bien, lo que no resulta aceptable es responder al mismo con el bloqueo de la renovación de todas las instituciones cuyo mandato ha expirado (desde el Consejo General del Poder Judicial hasta el Defensor del Pueblo, pasando por el Tribunal Constitucional). Ese bloqueo erosiona gravemente la confianza de los ciudadanos en las instituciones y es otra muestra de la hipocresía constitucional en la que incurren los partidos políticos.