Manuel Montero-El Correo

  • Frente al terror de ETA se impuso de forma mayoritaria la norma de mirar hacia otro lado, que se convirtió en un arte política y hubo quien la rentabilizó

En la actualidad en el País Vasco luchan dos extremos sobre la memoria del terrorismo y de la sociedad atenazada por ETA. Uno tiene razones éticas: solo puede llamársele ‘extremo’ por la configuración ideológica de Euskadi, donde puede considerarse que el centro de la ciudad es el batzoki de las afueras. Este sector evoca el recuerdo del terror, llamándolo así, que nadie pueda decir que no existió y dejando claro que fue una práctica execrable, cuya condena debe constituir un requisito mínimo para ser aceptado con normalidad en la democracia. En el otro lado, en el extremo terminal -pero considerándose parte de la centralidad vasca-, está la fascinación de la izquierda abertzale por ETA, a la que rinde homenaje y ensalza, idealizando a los responsables de los asesinatos, extorsiones y del amedrentamiento cotidiano de la sociedad. Concebían el terror como parte de una guerra, por lo que para ellos la glorificación de la violencia es la supervivencia de su bando y por tanto la expresión de su victoria.

O ETA o democracia: no ha cambiado la alternativa que se plantea desde hace décadas. Si se quiere actualizarla, cabe emplear la desafortunada expresión de Patxi López, que habla del fantasma de ETA, bien entendido que el mentado fantasma huele a muerto y puede penetrar por los intersticios morales que tiene nuestra sociedad y los que se van socavando para facilitarle la vida espectral.

Los fantasmas son los presuntos espíritus de los muertos, que quedan en la fantasía pero que juegan su papel si alguien los evoca, como Patxi López y la izquierda abertzale. El fantasma de ETA o la democracia: no hay sitio intermedio. Y, sin embargo, en el recuerdo de los años del terror falta la actitud mayoritaria de la sociedad vasca, que no fue la que se opuso activamente a ETA o la que la apoyó, aunque creíamos erróneamente que en el antagonismo de estas dos actitudes se dirimía el futuro vasco.

La mayor parte de la sociedad mantuvo una actitud distante. No podría llamarse de neutralidad, pues el terror creó miedos y forzó silencios, y a la gente no le gustan los matones, aunque calle y trague. Sin embargo, se impuso la norma de mirar hacia otro lado, voltear la cabeza, hacer como que no se ve, imaginar que el terror no iba con nosotros, que ocurría en un universo alternativo. Para muchos fue consecuencia escapista del miedo en una época en la que se sintieron abandonados por líderes y Estado.

Ahora bien: no siempre fue una actitud inocente ni cabe justificarla como el mero afán defensivo de supervivencia. Hubo también un impulso político. Vino de quienes priorizaron construir su País Vasco regañando a unos y desdeñando a otros: como Cristo entre dos ladrones, se dijo, pero callando a quién consideraban el buen ladrón.

Mirar hacia otro lado se convirtió así en un arte política. Un relato cabal de lo que sucedió incluiría las argucias argumentales que decían ‘lucha armada’ y no terrorismo, los repudios de la violencia ‘venga de donde venga’, dotándose del aura beatífica del que se ve por encima; la expresión indignada ‘ETA no puede condicionar nuestra agenda’, chocante viniendo de quienes confeccionaban su agenda para aprovechar los desgarros que generaba ETA; mirar hacia otro lado fue también difundir ‘algo habrá hecho’ y hablar de enfrentamiento civil solo cuando el terrorismo atacaba a nacionalistas.

Esta tercera vía fue la mayoritaria. Sentirse ajeno al terror que generaba ETA no siempre fue escapismo. Hubo quien lo rentabilizó, asentando en aquel marasmo nociones de identidad exclusivistas, y siempre alejadas del conflicto.

¿Para qué en un partido de fútbol los espectadores tendrían que guardar un minuto de silencio si han asesinado a un vasco o en nombre de los vascos? Mejor ni mentarlo, mejor que no haya líos, conviene mirar hacia otro lado. Todo aquello pasaba aquí, pero en la lejanía anímica: promover el arte de mirar sin ver exigió tener estómago, ganas de tragar y falta de escrúpulos. Desvergüenza.

Quienes impulsaron el volteo de cabezas estarán orgullosos de su gesta y hasta pensarán -erróneamente, pues el terror está en los cimientos del edificio- que lograron construir Euskadi al margen de la violencia. Su idealización de ese pasado se parece seguramente a la simplificación ideológica de Clemente, médium nacionalista, para quien los vascos son diferentes por historia, costumbre y respeto. ¿Tenemos una historia distinta, unas costumbres tan sui géneris que nos singularizan? Hace falta una especial sensibilidad para apreciarlo, aunque de ambas características se ha escrito mucho. No tanto del respeto. ¿Respetamos al prójimo, aunque no sea de los nuestros? ¿Respetamos al PNV que siempre es de los nuestros? ¿O va en el sentido de ‘hombres de respeto’ aplicado a los gerifaltes de la mafia? Se miró para otro lado porque eran hombres de respeto…