ABC 01/08/15
LUIS VENTOSO
· Angustia: ¿Logrará España sobrevivir sin Nacho Duato?
LA vida de los periodistas, que somos unos expositores elocuentes de unos conocimientos más bien epidérmicos, tiene sus pequeños sustos. Hace un par de días escuché a dos colegas, competentes tertulianos ambos, que afrontaron un bolo radiofónico en la mañana en que se había hallado un ala del avión malasio. El presentador les planteó el asunto y yo sufría mientras me afeitaba: pontificar sobre el «encaje catalán» es pan comido, ¿pero qué decir sobre el enigma del avión? Por fortuna aquellos colosos del tertulianismo demostraron tener más resortes que una faca suiza. Diseccionaron los intríngulis de la aviación civil con tal desparpajo que diríase que uno hacía horas extras en la Boeing y la otra pernoctaba en una torre de control. Viene todo esto a cuento de una confesión previa: voy a hablar de Nacho Duato, pero por desgracia soy un lego en su arte, y lo siento, pues percibo que la danza es algo muy hermoso, de enorme exigencia técnica y física y connatural al ser humano.
Nacho Duato, un señor mayor, de 58 años, ha concedido una entrevista a Efe de notable titular: «No me siento español». Y añade que «no sé qué significa ser español». Al más puro estilo de Pep Guardiola cuando se disfraza de bávaro y transpira una bien pagada germanofilia, Duato, que ahora trabaja para una compañía de Berlín, añade que Alemania sí le pone: «Quiero y admiro a este país».
A priori, se hace un poco raro que el admirable Juan Ignacio Duato Barcia no se sienta español. Nació en Valencia y estudió en su colegio del Pilar. Después se mudó a Madrid a los 17 años y a los 22 ingresó en el Ballet Nacional de Víctor Ullate. El teutoni
zado apátrida se pasó en España sus dos primeras décadas de vida. Luego se marchó, para seguir instruyéndose por Europa y Nueva York, hasta convertirse en el gran bailarín y coreógrafo que es. Si en esas dilatadas estancias foráneas se desenganchó de España y pasó a sentirse un ciudadano cosmopolita y sin patria cabría aceptarlo, aun siendo singular. Pero en esta historia media un problemilla, que hace incongruente su boutade: el apátrida chupó durante veinte años de la ubre pública española, como director de la Compañía Nacional de Danza (se supone que de España). El Ministerio de Cultura tuvo que sacarlo de allí con fórceps, cuando era un clamor que había arrumbado todo el repertorio clásico para imponer sus coreografías y convertir a la compañía en un vehículo para su gloria y ego. El asunto llegaba al extremo de que si entrabas en la web de la compañía estatal te remitía a la personal del divo. Luego, cuando llegó el relevo, tuvo el mal estilo de prohibir que la Compañía Nacional siguiese bailando las coreografías que pudo crear mientras los españoles lo sustentábamos con nuestros impuestos.