Mikel Buesa-la Razón
La demografía, como señaló una vez Joaquín Leguina, opera como las termitas, lenta y pausadamante, con cambios imperceptibles pero inexorables, de modo que al cabo de los años todo se derrumba
La población española envejece a pasos agigantados. Si ahora dos de cada diez habitantes tienen más de 65 años –lo mismo, por cierto, que en el conjunto de Europa–, dentro de tres décadas esa proporción casi se habrá duplicado, según señalan las proyecciones de Naciones Unidas para 2050. En ese momento, en España habrá más viejos que en la media europea: el 37 frente al 29 por ciento. Esta es la servidumbre que nos impone haber tenido una transición demográfica mucho más apresurada que la de los países más avanzados del continente. Si en éstos ese paso de un modelo poblacional propio del antiguo régimen –basado en altas tasas de natalidad y mortalidad– a otro moderno –con bajas tasas de natalidad y mortalidad– duró una centena y media y culminó en el período de entreguerras del siglo XX, en nuestro caso el proceso fue mucho más tardío y rápido, de manera que ocupó tan sólo siete décadas y terminó a mediados de los años setenta. Ahora nuestra demografía es plenamente europea, pero el envejecimiento acelerado que, en términos comparativos, ya estamos experimentando es el tributo que nos impone una historia poblacional retardada.
En estas circunstancias, la cuestión es cómo adaptarse lo antes posible a las servidumbres que impone la demografía. Ésta, como señaló una vez Joaquín Leguina, opera como las termitas, lenta y pausadamante, con cambios imperceptibles pero inexorables, de modo que al cabo de los años todo se derrumba. Por eso, es ahora cuando hay que tomar medidas cuyos efectos trascenderán a cualquier legislatura o anuncio electoralista. Un ámbito relevante es, en esto, el laboral y concretamente el de la jubilación. Con el actual sistema, España está perdiendo un importante potencial de trabajo entre los mayores de 65 años, debido a su elevada esperanza de vida. Excluirlos del mundo del trabajo imponiéndoles una edad obligatoria de retiro –como ocurre con los funcionarios y parte de los asalariados del sector privado en virtud de determinados convenios colectivos– es una mala decisión. Y lo mismo ocurre con el régimen de incompatibilidades entre pensiones y retribuciones por trabajo. Por eso, sería bueno flexibilizar este asunto y dejar que fueran los viejos los que decidieran libremente el momento de su retirada.