ALFREDO TAMAYO AYESTARÁN Jesuita. Doctor en Teología y en Filosofía, EL CORREO 07/05/2013
· Nosotros, como ciudadanos responsables, tenemos obligación de no dejar caer en el olvido a aquellos a quienes un poder inicuo privó del derecho más fundamental, el derecho a la vida.
Un paraguas abierto y una sábana blanca que cubría el cadáver aún caliente de José Luis López de Lacalle fue lo que contemplaron consternados la mañana lluviosa del 7 de mayo de 2000 sus familiares, sus amigos y lo mejor de la villa de Andoain. Sobre la húmeda losa del suelo un montón de periódicos que José Luis acababa de comprar. Pocos días después la organización terrorista ETA asumía la autoría del atentado. Cólera, tristeza, rechazo fueron los sentimientos que nos poseyeron durante días a los que conocíamos y apreciábamos al buen José Luis, a los que sabíamos de su gran humanidad, de su actitud de denuncia de todo aquello que significaba menoscabo de la dignidad y de la libertad del hombre, tanto si provenía de la intransigencia del régimen de Franco como de la intolerancia del nacionalismo totalitario y violento. Como respuesta el primero le había procesado y metido en la cárcel, el segundo lo había condenado a muerte y ejecutado de un tiro en la nuca.
Hoy, cuando aquí en nuestro país son miles los que como la señora Laura Mintegi nos invitan a dejar de mirar al tiempo pasado y a dirigir nuestra mirada hacia el futuro, somos también muchos los que con Ricardo Brodsky somos del parecer de que no hay mañana sin ayer, no hay proyecto válido sin memoria. Las víctimas tienen derecho a que no se olvide el holocausto y nosotros, como ciudadanos responsables, tenemos obligación de no dejar caer en el olv ido a aquellos a quienes un poder inicuo privó del derecho más fundamental, el derecho a la vida. Obligación de desenmascarar las trampas de ideología y lenguaje con que se quiere convertir un relato de intransigencia y violencia criminal en historia noble de liberación de un pueblo.
La bella iglesia de San Martín de Andoain nos acogió para celebrar una emotiva ceremonia de despedida en una tarde primaveral del mes de mayo. Estaba presente el Gobierno vasco, estaba presente el pueblo cantando al órgano lo mejor de la salmodia vasca. Y estaba su familia y estaba sobre todo José Luis de cuerpo presente. Delante de mí el director del periódico ‘El Mundo’, en el que José Luis figuraba como reconocido columnista. Oficiaba la misa el obispo Juan María Uriarte. A mi lado mi compañero Antonio Beristain montó en cólera cuando en la homilía el obispo tras condenar el asesinato echó mano de la falaz simetría de que «si ETA mata, el Estado tortura».
Tras la emotiva ceremonia en la iglesia, salimos en manifestación silenciosa en dirección al domicilio de la víctima. Quedamos de piedra y llenos de ira al ver en la pared una pintada obscena: «José Luis, jódete». Recordé otras maldades de la banda no menos obscenas. La de «Gregorio devuélvenos la bala», a raíz del asesinato del concejal Gregorio Ordóñez en la Parte Vieja donostiarra. La de la llamada telefónica a la viuda de un marido recién asesinado que le decía: «Estas navidades, señora, champán de La Viuda». La del diario ‘Egin’ en portada siendo redactor jefe el señor Garitano a raíz de la liberación en Mondragón por la Guardia Civil de José Antonio Ortega Lara tras 532 días de secuestro bajo tierra del 17 de enero de 1996 al 1 de julio de 1997, «Ortega, ¿por qué no sigues en el túnel?», rezaba el titular.
Victoria Prego, la excelente cronista de la Transición y compañera de José Luis en el diario escribía estas líneas a raíz del asesinato: «Y le llamaban asesino. Llamaban asesino a José Luis López de Lacalle, asesinado ayer junto a su casa por defender con la pluma y la palabra su idea y su esperanza sobre un futuro de paz para el País Vasco. Hasta ese punto ha llegado la perversión del lenguaje de los terroristas y de los que los apoyan. Como en todas las formas de totalitarismo, esa inmensa mentira colectiva que convierte en amenaza intolerable a las gentes de paz y a las víctimas en culpable, incluso de su propia muerte es el viejo método de los tiranos para manipular las conciencias e inocular en las masas una versión de la realidad retorcida hasta la locura pero imprescindible para asegurarse el dominio de la escena política que pretenden someter. La paz y la palabra fueron sus armas y con ellas se enfrentó a los fascismos que, desdichadamente le han perseguido durante toda su vida hasta lograr acabar con ella».
José Luis López de Lacalle, debelador de totalitarismos, descansa en la paz de los que hacen de sus vidas un servicio a la verdad y a la justicia.
ALFREDO TAMAYO AYESTARÁN Jesuita. Doctor en Teología y en Filosofía, EL CORREO 07/05/2013