editorial El Mundo
A PESAR de las graves consecuencias penales que ha acarreado el uso partidista que el independentismo hizo del Parlament en la anterior legislatura, las formaciones soberanistas siguen empeñadas en utilizar a su conveniencia la Cámara en la que está representada la voluntad de todos los catalanes. La querella de la Mesa del Parlament contra Pablo Llarena después de que el juez del Tribunal Supremo prohibiera a Jordi Sànchez salir de la cárcel para ser investido supone una coacción inaceptable al Estado de derecho. Se trata de una medida impulsada por la mayoría secesionista en este órgano que presta cobertura institucional a la estrategia de intimidación al magistrado del Supremo. Tanto él como su familia han recibido amenazas y su casa ha aparecido con pintadas. Es así como los cachorros del separatismo señalan no sólo al discrepante, sino a quienes tienen la obligación de ejercer la acción de la Justicia. De ahí la extraordinaria gravedad de la querella promovida por Roger Torrent, en un nuevo intento de deslegitimación de los jueces.
En lugar de encargar a los grupos parlamentarios la búsqueda de un candidato viable que pueda armar un Govern efectivo, Torrent prefiere seguir atizando el choque institucional. Presentar una querella por presunta prevaricación contra Llarena, descartando los recursos que ofrece la vía judicial, demuestra que el independentismo tiene «secuestrado» –como ayer enfatizaron desde Ciudadanos– el Parlament. Primero por la utilización de la asamblea catalana como ariete partidista frente al Estado. Y, segundo, por haber incurrido en ello tras despreciar las advertencias de los letrados de la Cámara, que no han dudado en expresar sus objeciones a la viabilidad de que el Parlamento catalán como institución presente una querella por prevaricación contra un magistrado del Supremo. Esto explica que tanto Ciudadanos como el PP se hayan mostrado muy críticos con el paso autorizado por Torrent, lejos de los circunloquios del PSC –pese a haber votado en contra en el órgano de dirección de la Cámara catalana– y aún más lejos de los Comunes, que respaldan sin disimulo la hoja de ruta de los separatistas escudándose en la falsedad de la «deriva autoritaria» de los tribunales.
El independentismo sabe que la querella tiene muy poco recorrido e incluso sus representantes en la Mesa del Parlament se arriesgan a un delito de malversación. Sin embargo, el objetivo es amplificar la tensión política derivada de la estrategia de Puigdemont y el resto de líderes huidos, y del caldo de cultivo agitado por los Comités de Defensa de la República en forma de violencia callejera. Si éstos se aplican en incurrir en desórdenes sociales para remover la calle, las formaciones secesionistas porfían en mantener el conflicto. Y lo hacen a través de una doble vía. Por un lado, difundiendo el mantra de la represión del Estado, ya sea denigrando el procesamiento de Llarena de los cabecillas del procés o confundiendo la simple admisión a trámite en el Comité de Derechos Humanos de la ONU de la demanda de Puigdemont por presunta vulneración de sus derechos políticos con una derrota judicial de la democracia española. Por otro, perpetuando sine die la formación de Govern, lo que en última instancia conllevaría la repetición de las elecciones.
Resulta lacerante que el independentismo se empeñe en alargar una agonía que ni beneficia a estos grupos ni por supuesto tampoco al conjunto de la ciudadanía catalana, que asiste atónita al bucle en el que ha encallado el bloqueo de la legislatura. Cuanto antes acepte el soberanismo que ni Puigdemont ni Sànchez son candidatos viables a president, antes se alcanzará una salida que permita levantar el artículo 155 y recuperar la normalidad. Siempre que la normalidad conlleve la aceptación plena del orden constitucional y el Estatuto, y el respeto a las decisiones judiciales.